Prólogo

18 2 2
                                    

El tren trastabillaba sobre las vías, tambaleando los cuerpos de los sujetos dentro del oscuro vagón.

Kunpimook observaba, a través de una rendija en la puerta, el exterior.
El convoy había dejado atrás la zona A, y pese a que no tenía idea de a dónde se dirigían, pronto lo supo.

A la lejanía, divisó luces; algunas estáticas, otras se movían. Entonces se hizo evidente; estaban cerca de la ciudad.
Suspiró aliviado, en cierto modo se estaban salvando de un destino fatal, porque si algo tenía claro era que los sujetos que eran transportados a la zona C no regresaban jamás.

Algunas personas tosían y otras temblaban de frío. Kunpimook miró al interior del vagón y una horrible realidad lo enfrentó; decenas de personas siendo tratadas como ganado.
Apenas llevaban ropa de abrigo y el chico sabía que había menos de diez grados.

Sus uniformes constaban de una simple camisa blanca, pantalones claros y zapatillas de tela.
Algunos tenían la suerte de haber recibido abrigo, como en su caso, pero no servía de mucho, pues habían temperaturas demasiado bajas y la tela de las sudaderas era muy fina.

Repentinamente, el tren se detuvo sin que apenas notaran la reducción de velocidad.
Los pacientes se alteraron, ya que habían llegado a su destino. Un susurro de preocupación empezó a crecer allí dentro pero fue acallado rápidamente por las puertas, que se abrieron bruscamente.
Dos agentes vestidos de rojo entraron y vociferaron con fuerza:

— Sujetos con referencia 097, sector A, ala Norte. ¿Son ustedes? —algunas personas asintieron, asustadas—. Bajen en orden y diríjanse a la salida de la estación. Entren a los vehículos sin remoloneos.
Manténganse entre los agentes y no se separen de su grupo —hizo una pequeña pausa—. Cualquiera que no siga mis indicaciones será exterminado inmediatamente.

Con temor, los pacientes bajaron y, guiados por los agentes, salieron de la estación.
Kunpimook siguió a su grupo en silencio, a la cola de sus compañeros, que mantenían su formación a la perfección.

El guardia detrás de él fue llamado por su superior y al ver que se retiraba el chico dudó.
Se detuvo. No sabía si esperar a la siguiente agrupación o seguir a la suya.
Confuso, miró a ambos lados y vio un pasillo con baños al fondo.
Escuchó como los centinelas hablaban y vio a sus compañeros salir de la estación y antes de siquiera pensarlo, corrió hasta el final del pasadizo.

Entró a los servicios y cerró la puerta con seguro. Revisó todos los cubículos encontrando una pequeña ventana en el último.
El joven dejó escapar un jadeo, inundado por la felicidad.
Con rapidez, se quitó el abrigo y lo envolvió en su puño; se subió al wáter y con fuerza golpeó el vidrio.
Para su infortunio, no se rompió, por lo que tuvo que dar otro golpe.
El cristal reventó acompañando de un estrépito y el chico limpió los bordes con la tela.

Alguien llamó a la puerta y se apresuró a subir por el marco de la ventana.
Apoyó sus pies en el alféizar, asomando el resto de su cuerpo con dificultad.
Pegó su espalda a la fachada y observó la caída de casi dos metros.
Su estómago se revolvió y sintió como la cena de horas atrás subía por su esófago.
Tragó con fuerza, tratando de alejar sus temores. Si había llegado hasta allí, ahora no podía echarse atrás.
Podía morir como un valiente, escapando por su libertad o como un cobarde; fusilado por un agente tras dudar y arrepentirse.

Sin más preámbulos se lanzó, sintiendo un agudo dolor subir desde sus tobillos. Se irguió con rapidez y corrió hacia la alambrada, escalándola con facilidad. Delante de él habían dos oscuros y húmedos callejones; por uno de ellos se asomaron dos individuos y Kunpimook se escondió detrás de una  caja de electricidad.
Escuchó sus pasos y sus voces, que burlonas repiqueteaban en sus oídos. El eco se hizo lejano, hasta restar únicamente como un susurro y fue entonces cuando, tomando coraje y una gran bocanada de aire, se irguió y corrió sin mirar atrás.

Sus zapatillas de tela se empaparon con los charcos resultantes de la lluvia y en algún momento de su huida las perdió, acabando por correr descalzo sobre el asfalto.

Después de varios minutos levantó de vista, deteniéndose al apreciar una vista que hacía años que no veía.
Altos edificios se alzaban a pocas calles de donde él estaba; las luces de la ciudad se cernían sobre él, haciéndole sentir como un pequeño niño indefenso.
Jadeó, notando sus ojos humedecerse.
¿Realmente había escapado?, ¿Era libre?

Sus piernas perdieron fuerza, haciéndole caer de rodillas.
Alzó sus ojos al cielo, aquel al que no había tenido oportunidad de ver desde hacía casi treinta y cuatro meses.
Los mismos luceros azules tiritaban en el mismo sitio que lo hicieron tres años atrás.
Sintió como por sus mejillas caían lágrimas.
Lo había logrado.

Con esfuerzo se irguió y comenzó a andar hacia aquella gigantesca ciudad, aún conmocionado.
No estaba seguro de qué hacer ahora pero sabía que debía ser más rápido que la inquisición, porque de lo contrario lo encontrarían.

Sin siquiera imaginarlo, el joven Kunpimook había iniciado un peligroso juego que contaba de demasiadas fichas y calculados movimientos. Una batalla entre el pueblo revolucionario y el sistema opresor. Un levantamiento.

AegrorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora