Hurgando el bolsillo de mi abrigo saco la llave de su casa, la misma que me diera dos años atrás y que he cargado conmigo desde entonces. Le daba miedo imaginar que un día podía caer en la ducha o por las escaleras, y que los vecinos notarían su ausencia y encontrarían su cadaver, cuando ya estuviera en avanzado estado de descomposición.
Un miedo ridículo viniendo de alguien que se ocupó toda la vida de llamar la atención, y de rodearse de gente que revolotéa a su alrededor como lo hacen las moscas sobre la mierda.
Entré por la puerta principal con toda la calma hasta llegar a la cocina, ahí la encontré de espaldas con su mandíl de mariposas.
~Con que guisando eh?
Llevándose la mano al pecho y agitada me dijo ~Pero que susto me has dado! Bien podrías haber llamado. Tienes hambre? Llegas en buen momento, acabo de terminar tu favorito: Asado. Siéntate que te atiendo.
~Ya, deja que me lave las manos, ya vengo.
Me miré en el espejo de su baño, un baño que me conocía quizás mejor que yo. La mirada que me devolvía mi reflejo me erizo la espalda. Cuando se ha acumulado tanto rencor por tanto tiempo, el mismo aire se convierte en un barro espeso que vuelve dolorosa la propia respiración.
De vuelta en la cocina la encontré con la vista dentro de la cazuela.
Al sentir mis pasos se ha vuelto hacía mí con esa sonrisa odiosa de toda la vida. ~Te lavaste las manos y no te has sacado los guantes?.
No le dí tiempo de nada, tomé uno de sus cuchillos y se lo enteré en el pecho hasta escuchar los huesos tronar.
~Tú tienes la culpa! Tú me lo quitaste! Tú mataste a papá! Te odio!
Ella aún sorprendida, me dirige una mirada de compasión maternal y tristeza, mientras su estúpido mandíl de mariposas se llena de sangre.
~Pero Mariana, hija...estas loca!
~Estamos mamá, estamos.