Saturnalia

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Las embarcaciones, pequeñas plataformas de madera, navegaban serpenteado por las estrechas bóvedas de la caverna, guiados por los hábiles remeros en la casi total oscuridad

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Las embarcaciones, pequeñas plataformas de madera, navegaban serpenteado por las estrechas bóvedas de la caverna, guiados por los hábiles remeros en la casi total oscuridad. Las entrañas de aquella burbuja de magma solidificada por  milenios había sido ahuecada para dar acceso al legendario Castello di Aragonese, construido al ras del peñasco de Isquia por esclavos etruscos como una fortaleza allá por el siglo quinto. Sobre las paredes de las cámaras subterráneas, las antorchas apenas iluminaban los pasajes recónditos por los cuales, en aquella noche, víspera de Navidad, enfilaban los invitados a la celebración.

—No se si sentirme emocionada, o aterrada... si es que hay algo por lo cual me deba sentir así, hermana— la hermosa dama de piel cobriza, descubría una larga y abundante cabellera negra toda vez hablaba con su gemela.

—Lo sé Timbacti... esto me ha revolcado el estómago. La bruja en mí me dice que aquí las habas no se van a cocer bien esta noche— la beldad aborigen colocaba su mano sobre su plano vientre desnudo dibujando en su rostro una mueca de disgusto y preocupación.

—¡Pamplinas! ¡Déjense de bobadas ustedes dos! Deberían sentirse orgullosas que han sido invitadas a tan magnánima festividad. Malagradecidas que son ustedes. Mira que por fin han salido de esa selva asquerosa y plagada de avechuchos que es el Amazonas. No sé como ustedes pueden... jamás bebería yo la sangre de una de sus vírgenes. Es capaz que me de cólera, malaria— aquella mujer pelirroja sacudía sus hombros y manos con horror mientras hablaba en un tono exagerado y asqueante que rayaba en la más burda ridiculez—... ¡Uy, hasta dengue y el zika ese me puede dar! ¡Me salen arrugas! ¡Nada que ver!— masculló en un marcado acento rumano espantando mosquitos imaginarios en el aire.

Las gemelas se miraron entre sí, encogiendo sus hombros ante las estupideces proferidas por la dama ataviada a la usanza medieval.

—No sea usted tan estrafalaria Condesa... que a nosotros no nos dan esas cosas. Total, que usted fue la última en ser invitada. Vampira y encima lunática... deje a las muchachas quietas. Mire que después le echan de esos polvitos que encogen cabezas y luego dónde sostiene tan abultado y anticuado peinado. Terminaría chupando roedores la Bathory si se le achica la boca como a pajarito— entre carcajadas, un anciano enjuto y pelón, se mofaba de la condesa.

Un sonoro chapaleteo en el agua atrajo la atención de los navegantes, mas solo atisbaron una cola de pez cubierta de escamas tornasol hundirse en la negrura de las aguas.

—¡Qué fue eso, don Jure! ¿Un tiburón?— dando unos pasos hacia atrás, alterada preguntó Elizabeth Bathory.

—Sirenas— respondió una de las gemelas chamanes del Amazonas, mientras caminaba hasta la orilla de la embarcación.

—Tenga cuidado, Tanita... que bien puede terminar usted siendo la embrujada por el canto de la tetona cola de pescado esa— el vetusto Grando advertía a la joven.

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⏰ Última actualización: Nov 21, 2017 ⏰

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