Una Presencia Maligna

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Una luz intensa y joven nace desde
arriba, desde las tejas transparentes del
techo y las altas aberturas que hay en los muros, y se desparrama a todo lo largo de la plaza de mercado. Son las siete de la mañana.
Los vendedores anuncian sus
productos, sus precios, sus rebajas y sus ofertas con voces fuertes y entrenadas que generan una algarabía que atraviesa las paredes del recinto hasta alcanzar las calles que rodean la parte externa de la plaza.

La abundancia salta a la vista
en los múltiples corredores que se
extienden paralelos de sur a norte y de
oriente a occidente: naranjas, mandarinas, maracuyás, mangos,
guanábanas, limones, zanahorias,
cebollas, pimientos, tomates, rábanos y
una lista innumerable de frutas y
vegetales que esperan a los
compradores en bultos, cajas de madera y bandejas de cartón y de plástico que
están ubicadas al alcance de la mano.
Los olores de las hierbas bombardean
las narices heladas de los caminantes: la albahaca, la limonaria, el cilantro, el
perejil, el cidrón.
En una esquina, abarcando el espacio completo desde el piso hasta el tejado, están los locales de artesanías y plantas ornamentales: helechos, cactus, pequeños pinos en miniatura, y al lado, proliferando por los intersticios y los rincones, los canastos, las materas, las cucharas de palo y los objetos elaborados en cabuya y en cuerdas de fique.
En la esquina contraria están las carnicerías y las ventas de
animales vivos: gallinas, patos, conejos,
hámsteres y gallos de pelea.

Aquí y allá hay hombres y mujeres
transportando víveres en pequeños
carros de metal, trasladando cajas de
madera atiborradas de tomates o de
remolachas, moviendo bultos de papa ode arveja. Parecen pequeñas hormigas
cumpliendo con ciertas funciones
predeterminadas en las cercanías del
hormiguero.
De pronto, una voz femenina
sobresale en medio de los múltiples
ruidos que produce la muchedumbre:

—¡Tinto! ¡Aromática!

Es María, la vendedora de bebidas
calientes, que camina por los corredores de la plaza ofreciendo el café oscuro, el
agua de canela o de yerbabuena, el agua de panela sola o con pedacitos de
jengibre y jugo de limón. Es una mujer
blanca, de caderas anchas y muslos
firmes, ojos negros y largos mechones
ensortijados del mismo color, una
cabellera abundante recogida atrás en
una coleta agreste y salvaje que
contrasta con la finura de sus rasgos, con la delicadeza de su boca y con el diseño rectilíneo de su nariz aguileña. Mide un metro con setenta centímetros y eso la obliga a sobresalir —contra su voluntad — por encima de la estatura promedio de las demás mujeres, y de muchos hombres que apenas se ponen a su lado sienten la superioridad física de esta muchacha lozana y rozagante de diecinueve años de edad.

—¡Tinto! ¡Aromática!

El tono es potente pero no agresivo,se impone sobre su auditorio sin gritar,
sin levantar la voz de manera exagerada.
Eso la convierte en una especie de
sirena que cruza altiva la plaza de
mercado mientras seduce con su canto
melodioso a los transeúntes que la
contemplan ansiosos y sedientos.
María se acerca a un vendedor
cuarentón y pasado de kilos que guarda
los billetes doblados en el bolsillo
derecho de una bata de trabajo raída y
sucia.

—Me debe dos tintos y un agua de
panela con limón, don Luis.
—¿Cuándo va a dejar esa seriedad
conmigo, María?
—Págueme, don Luis, por favor.
—Venga, hablemos.
—Tengo que trabajar.
—Si saliéramos juntos no tendría
que trabajar así.
—Págueme que tengo que irme.
—Qué mujer tan terca.

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⏰ Última actualización: Nov 20, 2017 ⏰

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