Cuando la noche llega, y los quehaceres, las obligaciones y todas esas mierdas acaban, la máscara se cae y el show termina.
Llegas a tu cuarto, desprendiéndote de la camiseta sucia, tirándola por ahí. La bilis te acaricia el paladar y la saboreas, la masticas. A estado tanto tiempo pegada allí, antes de tu garganta y detrás de la lengua, que ya no sabes cómo es vivir sin ella.
Las estrellas titilan tras la ventana, mientras caminas hacia la ducha.
El agua corre sobre tu cuerpo desnudo que jamas te complace, y te enjabonas la cabeza aunque ya no sabes con qué propósito. La espuma se escurre entre tu pelo y por tu espalda dándole paso, por fin, a la vocecita que está contigo desde que tienes memoria.
“(Sigues siendo la mierda inútil de siempre)”
Aprietas los ojos, los dientes y tu alma, aguantando. Suena un poco a las voces de tus seres queridos, a la tuya. Y no le niegas lo que te reclama.
Ahora limpia, te decides a planchar la poca ropa que usarás para el dia siguiente.
(No puedes hacer algo más productivo?)
Le recuerdas que planchar SI es productivo. No sirve, te murmura cruelmente que siempre te veras mal.
La miras moverse, sin prestarte atención. Tienes ganas de reclamarle todo lo que se descuida. Pero queda junto con la bilis, tras la lengua.
(No te da vergüenza? Ella está muriendo y tu no puedes ni tenderle una mano)
Claro que te avergüenza. Así que no la miras a los ojos. Suspiras, desconectando la plancha y acariciando las baldosas frías con tus pies descalzos.
El -ellos- pasan y te miran. Directo a los ojos. Les sonríes, volviendo a ser Erik, escondido tras la máscara. Les sonríes porque ellos no saben que estuviste probando tu peso en el arbol del jardin. No saben que tienes guardada la soga con su nudo.
No saben cuán desesperadamente quieres morir. Ni cuanto te asusta.
Les sonríes y te ríes de sus chistes, les palmean la espalda y celebras sus ocurrencias.
Porque simplemente ellos no lo saben.
