El tren de las once

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EL TREN DE LAS ONCE

De pie en el andén, con la maleta junto a sus pies, Tatiana miró su reloj una vez más y suspiró de cansancio. Había tenido un día complicado en el trabajo y ahora sólo quería aprovechar la pequeña licencia concedida para alejarse de todo y despejar su cabeza.

Sin embargo, no podía dejar de pensar que ese día, además de complicado, también le había parecido bastante extraño...

Los paramédicos bajaron al paciente de la ambulancia, cuya sirena perturbaba la calma de una fría madrugada. Sobre la camilla había un hombre joven, manchado de rojo y conectado a una mascarilla de oxígeno y una bolsa de sangre tipo O negativo.

—Herida de bala en el pulmón derecho —dijo uno de los paramédicos—. Sin orificio de salida. Frecuencia cardiaca de 142, presión arterial...

El paramédico siguió enumerando datos mientras una enfermera tomaba nota y el médico de emergencias empezaba a repartir órdenes. Tatiana siguió con lo suyo, como de costumbre, pero las últimas palabras que le escuchó al paramédico captaron su interés:

—Es un asaltante. La policía vendrá en un rato a darnos instrucciones.

El paciente que Tatiana estaba atendiendo, un anciano que se había golpeado la frente, resopló de disgusto y dijo:

—¿Un asaltante? Uf. Ojalá lo hubieran dejado morir. Sería uno menos para molestar a la gente honrada, ¿no le parece, joven?

Tatiana se sobresaltó un poco. De pronto la mirada del anciano era penetrante y su voz tenía más firmeza que antes. Parecía como si la única reacción posible, la más natural y lógica, fuera estar de acuerdo con él, pero la mujer se limitó a apretar los labios mientras terminaba de limpiar la herida causada por el golpe.

Las once menos cinco. El tren debía estar por llegar. Serían dos horas de camino hasta las afueras de la ciudad, donde Tatiana tenía una amiga que con gusto la alojaría el fin de semana. Como ambas eran solteras, probablemente fueran juntas a algún sitio. El restaurante de la playa estaría bien. Aunque no consiguieran ligar un par de tipos interesantes, por lo menos se divertirían un poco.

La mujer miró en derredor. Había unas treinta personas con ella en el andén, esperando en silencio o conversando en voz baja con sus acompañantes. El único que destacaba era un policía, por su uniforme y el arma que llevaba en el cinturón. Tatiana pensó que se veía tan fatigado como ella se sentía; quizás el pobre tampoco daba más, y estaba escapando de la ciudad sin haberse molestado siquiera en ponerse ropa de civil.

Dos policías llegaron al hospital quince minutos después que el herido de bala. Eran bastante jóvenes pero la ira mal reprimida los hacía ver mayores. Uno de ellos tenía un feo raspón en la cara y olía a pólvora.

—Espera aquí —dijo el otro—. Voy a averiguar dónde está ese hijo de puta. Ojalá se haya muerto.

El policía del raspón en la cara hizo un gesto afirmativo y siguió con la vista a su compañero mientras éste se alejaba por el pasillo. Tatiana hizo un esfuerzo por no involucrarse; tenía que mantenerse al margen pero algo dentro de ella era superior a su voluntad, y se acercó al policía solitario componiendo una actitud amable.

—¿Me permitiría atenderle ese raspón? Así sanará más rápido y no dejará marcas.

El policía parpadeó. No debía haberse dado cuenta de que estaba herido, porque se palpó el rostro hasta dar con la lesión. Hizo una mueca.

—Estoy bien —dijo—. No tengo tiempo para eso ahora.

—Sólo me tomará dos minutos.

El tren de las onceWhere stories live. Discover now