Juanjo siempre se levantaba a las 6:18, la ropa planchada y bien lisa en su silla. Se vestía y bajaba a desayunar. Todos los días tenía el desayuno listo y un papel al lado que decía: Suerte. En la mesa, un vaso de leche y dos tostadas con mantequilla. Todo listo para él, esperándolo. ¡Y así debía ser!. Cuando encontraba algo fuera de lugar, algo que no le gustaba, él se encargaba de castigarla. Ella tenía que aprender a hacer las cosas bien, porque debía ser así.
A las 7:15 salía de casa y llegaba a las 7:45 al trabajo, justo a tiempo para conversar durante un rato con los compañeros del partido de fútbol. Trabajaba durante toda la mañana y a las 13:00 salía hacia casa. Al llegar siempre había un plato lleno de deliciosa comida y a su lado el mando de la tele por si le aburrían las noticias. Junto a él en la mesa… se sentaba ella, cabizbaja, esperándolo para comer. Sobre las 15:00, terminaban , y mientras él dormía la siesta, ella fregaba y limpiaba. ¡Como debía ser!
A las 18 despertaba e iba con sus amigos al bar, donde pasaba el resto de la tarde, bebiendo o viendo el partido. Cuando su equipo perdía, volvía a casa gritando y ante las quejas de ella, aferraba el cinturón o lo que tuviera a mano y lo descargaba contra su cuerpo. Ella acababa llorando y Juanjo dormía haciendo caso omiso a sus llantos. ¡Siempre igual!.
Pero todo cambió aquel día, en el que descubrió la fisura. Juanjo despertó y no encontró su ropa. Bajó a desayunar, pero se sorprendió al ver que no había comida en la mesa. Todo estaba como la noche anterior. Lleno de ira, comenzó a buscarla por la casa para darle su merecido. La encontró en el baño apoyada en la taza del retrete sollozando y vomitando. Tenía unas prominentes ojeras y los ojos rojos de tanto llorar. Al verla, no sintió pena, descargó toda su rabia sobre ella con una fuerte patada en su barriga, lanzándola hacia la pared y rompiendo a su vez una estantería.
-¡Desgraciada!, cuando vuelva te vas a enterar-le escupió.
Tuvo que desayunar frenéticamente en un pequeño café cerca de allí, para llegar justo a tiempo al trabajo. A las 13:15 regresaba a casa preparado para la reprimenda que bien se merecía, pero se sorprendió al encontrar la casa vacía y sangre en el cuarto de baño. Sabía muy bien donde estaba ella. Habían pasado varias veces por la misma situación, así que montó de nuevo en el coche y en menos de 20 minutos ya había aparcado cerca del hospital. La encontró tumbada en una camilla en la habitación 209, rodeada de sueros, vías y temblando. Se sentó a su lado tranquilamente y cogiéndola de las manos le susurró “No pasa nada. Vas a ponerte bien y yo estaré en casa esperándote. En tres días, te quiero allí, ¿vale?”. La besó suavemente en la frente y se decidió a marcharse. Saliendo por la puerta, chocó contra un hombre vestido de negro. Se disculpó, no sin antes quedarse mirándolo. Entró a la misma sala de la que él había salido. No le gustó nada aquel hombre, pero tenía prisa, por irse de allí.
Los días pasaron paulatinamente sin ninguna novedad. Al cuarto día, sobre las 20:00, mientras que Juanjo leía el periódico por cuarta vez, se escuchó la cerradura abrirse de forma pausada. Notaba el tiempo pasar irritantemente lento. Los segundos transcurrían despacio y sentía cada latido de su corazón intensamente. Finalmente escuchó la puerta deslizarse y varios pasos acercándose hacia él. Al levantar la vista la encontró a ella, mirándolo fijamente. Estaba a punto de recriminarle cuando las palabras quedaron atascadas en su boca al ver que no se encontraba sola.
Ese día todo cambió. Nunca nada volvió a ser igual. La fisura empezó a hacerse cada vez más grande.