Unique

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Aquel astro brillaba en lo alto del cielo azul con esa intensidad característica, prendiendo las calles en el más abrasador de los fuegos, derritiendo cualquier intención de los seres que en aquel peculiar reino habitaban, reino hogar de cualquier especie que alguna vez huyó en busca de refugio gracias a las catastróficas y viles guerras que en algún tiempo pasado se libraron en sus tierras natales, especies que se asentaron en el hipnotizante vaivén de las olas pertenecientes a las playas más hermosas que jamás se podrían pintar con el pincel más fino hecho con el cabello del ser más magnífico entre todos; perdidos en la magia que aquellas montañas desprendían con fragancia a niñez pura; ese sentimiento de vigor que destilaban las sonrisas ancianas que te daban la bienvenida a la calidez de sus brazos; las infantiles risas que resonaban sin cesar hasta en el más recóndito y mínimo rincón de aquellas desoladas almas en busca de nuevas oportunidades. Esa calurosa mañana de octubre resonaba entre las paredes de aquel recinto el llanto ensordecedor que solo podía venir de una única procedencia. Aquel último de el respectivo mes el más intenso de los soles le dio la bienvenida a ese bulto entre mantas que mantenía el calor entre los brazos de su progenitora; ese pequeño ser sollozante, hija de descendientes de dioses procedentes de tierras lejanas y de la más fuertes de las hechiceras, esa pequeña la cual debía nacer de de las manos de Atenea como sus demás hermanas, esa que no dio problema alguno desde el momento de su concepción, esa que debía poseer aquellos dotes innatos de la infinita sabiduría que abundaba en su familia, esa que por derecho le pertenecía la cualidad de deducción y lógica más impresionante que se había visto en todos los tiempos, esa niña que debía heredar la belleza característica de tan fino linaje, esa que llevaría el nombre de la musa de la astronomía y ciencias exactas la cual era abuela de su progenitor; esa niña que nació humana.

De las mantas en los brazos de su madre sobresalen pequeñas extremidades trigueñas, portadora de aquellos prominentes rizos oscuros como la soledad de la noche, de finos labios y nariz pequeña, con aquellos ojos de tal potente e hipnotizante esmeralda que brillaban con furor propio. Desde abajo, dos pares de jóvenes y sabios ojos inundados en curiosidad observaban a la nueva integrante de la familia, dos infantes totalmente diferentes entre sí pero que sorprendentemente se complementaban de una manera abrumadora; dos niñas tan opuestas como el cruel invierno y el arrasante verano pero tan dependientes entre sí como la vida y la muerte; una de piel canela con lisos cabellos propios de nativas de su tierra, con ojos semejantes a la madera más pura de aquel bosque lejano que tanto anhelaba; y la otra, de tez pálida como la más fría de las nieves, delicada como aquellas muñecas de porcelana a las cuales tanto temía, con orbes de surrealista tamaño e hipnotizante aceituna. Aquellas niñas poseían el don que cada diosa a las cuales habían sido encomendadas les había otorgado, aquellas poseedoras de tal admirable sabiduría y belleza.

Criada entre dioses y hechiceros la aún pequeña humana vivió lo que para ella eran increíbles aventuras de inigualable porte, pasó sus primeros años entre pueblos mágicos y gigantes montañas en donde habitaban los más temibles monstruos, recorriendo rutas de inimaginable final;  esos vagos recuerdos que atesoraría en su mente con el más intenso de los cariños, rogando para que estos no solo fueran recuerdos, sino hechos. Pero definitivamente lo que más atesoraría serían esas tardes donde el viento soplaba suavemente, produciendo el melodioso tintineo de los metales colgantes; cuando las aves cantaban pronunciando la pronta puesta del sol; en ese lugar que fue su refugio por tantos años donde residía la más anciana de las hechiceras, la abuela de la humana. Creaba mundos de tardes junto aquella respetable y vieja mujer, en compañía del pequeño infante mágico que poseía un notable parentesco con ellas, siendo así, otro de los nietos le aquella hechicera. Juntos crearon selvas en ese pequeño jardín donde florecían las más hermosas y fascinantes plantas; haciendo de grandes embarcaciones a ese amplio trozo de tela que guindaba de los extremos en las paredes y se mecía acunando sus inocentes sueños de felicidad infantil; cuando los dos menores experimentaban la adrenalina de abrir las puertas de aquel artefacto tan grande como las torres en donde aguardaban las princesas más hermosa a ser rescatadas por el más valiente y guapo príncipe, y tan frío como aquel lugar lejano donde habitaban los monstruos de nieve de los cuales le relataba  su hermana, donde se mantenían los más exquisitos alimentos pero también los más repudiables mejumbres camuflados como delicias para confundir a las inocentes almas que iban en busca de llenar el vacío que en sus estómagos exigía por atención y terminaban ingiriendo algo de desconocida procedencia; imaginando ciudades de papel en aquellos hogareños olores que enfundaba sus almas en la sensación de detenerse en el tiempo, en una burbuja de ensueño con aquellas personas que verdaderamente amas. Pero repentina e inesperadamente, esa burbuja estalló vilmente en la cara de la pequeña humana; las ciudades de papel se destruyeron, cayéndose a pedazos en cuestión de horas; las embarcaciones se hundieron en las profundidades de las aguas más oscuras y frías para nunca volver surcar los amplios mares de nuevo; aquel día que la fuerte anciana hechicera dejó de ser fuerte para ser solo anciana

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