Capítulo II Escape fugaz

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Por las calles de Hillwood corría una pequeña niña rubia con coletas, un moño y vestido rosas; lloraba, inevitablemente lloraba, no quería parar de correr, no lograba parar de llorar, su pecho ardía al respirar, pero no le importaba pues el corazón le dolía más. Deseaba huir, ocultarse, escapar, pero tenía miedo, miedo de ser vista, miedo de ser encontrada.

Doblaba una esquina cuando el choque con un cuerpo enorme la hizo caer de espaldas justamente se había topado con el niño gordinflón del salón Harold, éste la observó con sorpresa e inmediatamente su semblante dibujó una mueca de dolor como esperando un fuerte golpe o incluso un grosero reclamo, pero a cambio Helga no dijo ni hizo nada pues no quería que nadie la viera así, por ello agachó la mirada esperando ocultar su llanto, pero Harold lo notó sorprendiéndose aún más -"¡No puede ser! ¡¿Helga G. Pataki llorando?!" -pensó impactado el crecido niño - ¡Helga eres una llorica! ¡Ni te empujé tan fuerte! ¡Además es tu culpa que no te fijas por donde vas! -acabó por decir en tono de burla, pero por alguna razón se sintió incomodo, esa chica que temblaba en el piso no era ni la sombra de la abusona Pataki así que se rascó la nuca nervioso y le ofreció su mano para levantarse. La niña lo observó tentada, pero había sido demasiada humillación por hoy y enfadada tomó al grandote del brazo con ambas manos y con una fuerza descomunal que sabe de dónde sacaba lo arrojó por los aires, éste después del vuelo calló a medio metro de donde yacía hasta hace un momento, Helga por su parte ya estaba de pie y alcanzó a decir -¡Déjame en paz gordinflón! - mientras nuevamente salía corriendo, Harold por su parte se quedó un momento en el piso mientras se sobaba el trasero -¡Muérete cejota! -le gritó con rencor a su compañera de clases, ella tenía tanto en la cabeza, tanto dolor que una amenaza de muerte de un niño de su clase le parecía poca cosa, a decir verdad se alegraba ya que había caído en cuenta de que volvía a escuchar.

Su respiración, sus sollozos, sus pasos, todo se intensificaba; cualquier ruido minúsculo parecía aumentar, miedo y dolor, y lágrimas sin cesar. Se detuvo un momento en la entrada del gran parque donde algunas veces había ido a espiar a su amado Arnold, a coleccionar residuos de sus gomas de mascar. Sus piernas temblaban, su estómago dolía además de que su pecho ardía, su mente le volvió a jugar otra mala pasada mandándole el recuerdo nítido de la verdad de la que tanto hablaba su antes hermana, el secreto del que quería juntar el valor de contarle, la simple idea de que Olga fuera su verdadera madre era inconcebible tanto que ante tal pensamiento no pudo más y volvió su estómago en la entrada de aquel parque y de nuevo lloraba y se odiaba -"Por favor ya... despiértenme de esta pesadilla..." -suplicaba internamente la rubia mientras avanzaba tambaleante limpiándose como podía y al mismo tiempo encontrando un recoveco a mitad del parque entre unos arbustos y ahí se quedó hecha bolita, tan pequeña, tan frágil, rodeando sus piernas con sus brazos mientras era víctima de involuntarios espasmos por el llanto.

El llanto no cesó, pero pudo controlar sus espasmos y respirar mejor. Aún tirada en el césped entre arbustos comenzó a sentirse vacía, a perderse; sus manos apretujaban su valioso relicario temblando un poco sintió algo raro entre sus manos, su ropa y el relicario, era la tira de su mochila. Había olvidado el que no se deshizo de ella en la entrada de su casa por la impresión de los gritos y golpes secos del que solía ser su padre y después de lo sucedido sólo había salido corriendo con la mochila a cuestas. Lentamente se sentó, trató de limpiar sus mejillas inútilmente, ya que se dio cuenta de que seguía sin poder parar de llorar.

Lloraba entonces silenciosamente pausando su respiración a cada tanto, se quitó la mochila y hurgó en ella, sacó un cuaderno cualquiera y una pluma y como si estuviera en una clase de trance empezó a escribir, pues ¿quién era ella? Helga G. Pataki la niña que desahogaba sus penas, sus emociones y sentimientos en hojas y hojas de papel; cuando hacía eso no pensaba en ella, no pensaba en su cruel y absurda realidad. Sus letras se obsesionaban en su musa, su inspiración, su admiración, su luz, su fijación desde preescolar. Pero en esta ocasión no escribía poemas de amor, prosas y más prosas para el chico de cabellos dorados pues ¿cómo sentir amor en esos momentos, si el vacío que iba en aumento sólo le causaba dolor? Sí, pensaba en Arnold, pero de otra forma, quería ayudarlo y si el amor es una gran fuente de inspiración, el dolor y el sufrimiento le ganan la pelea, Helga vació todo su ser resquebrajado; parecía una máquina de la escritura. Hoja tras hoja bañadas de lágrimas saladas la ayudaban a llevar a su lindo niño de ojos verdes a su soñado San Lorenzo y eso es lo que más deseaba, hacerlo feliz aún si eso significaba ser ella la persona más infeliz y desdichada. Sin darse cuenta así era Helga desde que tenía memoria el auto-sacrificio venía incluido en el paquete pues una sonrisa de aquel niño para ella era como recibir una dosis de maravillosos rayos de sol, cálidos y amables. Su felicidad sin duda le daría un poco de paz a su corazón y mente inestables.

Un día desperté... Y descubrí que ya no te amabaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora