I

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  Y el cielo se abrió de repente.

Los rayos de luz caían como rocíos matutinos sobre los millares de escombros que yacían en aquel amplio llano. Con elegantes pausas, miles de objetos se volvían a hacer visibles gracias a aquella prodigiosa luz que anunciaba lo inevitable: La creación.

Templos en escombros, calles inundadas, cohetes oxidados, estatuas de arena, animales disecados, laberintos derruidos, toda una enorme variedad de objetos eran testimonios rígidos que daban evidencia de que allí, en aquel extraño lugar, existió vida en algún momento o, en su defecto, hubo el intento de que así fuese.

Pero toda aquella destrucción estaba a punto de quedarse atrás. La apertura de los cielos era señal inequívoca de que la vida iba a comenzar nuevamente y eso solo significaba una cosa: El Arquitecto iba a despertar, otra vez, de su largo sueño.

Abrió los ojos al sentir el brillo de aquel nuevo cielo quemarle los parpados, y así se quedó. Hora tras hora, el Arquitecto miraba en el cielo gris las nubes arremolinadas formando figuras imposibles de significados fantásticos, sabía que pronto tendría que aparecer aquello que le daba sentido a todos sus amaneceres.

De pronto, mientras el brillo del cielo terminaba de iluminar aquel fantástico espectáculo de ruinas y estatuas, cayó del cielo una hoja de papel. De un brinco, el Arquitecto se puso de pie y fue a toda prisa hacia el lugar donde había caído la hoja. Al llegar al lugar, observó el papel y leyó su contenido, tal como lo suponía, se trataba de otro trabajo.

Entusiasmado ante la perspectiva de estar nuevamente en acción, el Arquitecto echó una mirada al territorio donde había encontrado el papel, era amplio, lo suficiente como para comenzar una nueva aventura. Se puso manos a la obra.



II

Primero limpió el lugar, calculó los espacios, planificó los tiempos y luego formó las figuras.

Construyó las casas de madera y las decoró con colores opacos. Insertó, una a una, las hojas en los árboles y los pétalos en las flores. Se tomó el trabajo de fabricar los prados a partir de cabellos suyos pintados de verde y se puso encima del campanario de la iglesia para soplar enérgicamente y así crear las corrientes de aire.

Con las hojas meciéndose placenteramente en sus lugares, el Arquitecto sacó algunas nubes que le habían quedado de una creación anterior, las abrazó y las comprimió en su pecho. Poco a poco aquellos copos de algodón adquirieron un color perlado para pasar luego a un gris oscuro. Cuando la camisa del Arquitecto empezó a humedecerse, sabía que era momento de soltarlas.

Comenzó con un par de débiles truenos y, finalmente, las gotas cayeron de aquella miniatura de tormenta encima de recipientes para almacenar el líquido. El creador esperó algunos minutos hasta que estos se llenaran, mientras tanto, trazo mentalmente una trayectoria: Necesitaba un río.

Deformó el terreno a las afueras de su pueblo recién creado y consiguió crear un cauce respetable. No necesitaba crear el río completo, solo el necesario que se utilizaría para dar la apariencia al pueblo de estar completo.

Tras observar que los recipientes ya estaban lo suficientemente llenos, el Arquitecto vació el contenido en el cauce del río y este fluyó con energía añadiéndole un complemento que, hasta aquel momento había pasado inadvertido en la creación: El sonido.

Sabía que un elemento importante en todas sus creaciones era el sonido. Darle un ambiente real a lo que hacía era un deber si deseaba conseguir un efecto realista y creíble.

Consiguió unos frascos y salió del pueblo rumbo a la montaña más cercana. Tras llegar a la cima, observó la amplitud de aquel misterioso mundo. Bajo él yacían innumerables pueblos, ciudades, bosques, planetas, mares, etc. Todo era creación suya, algunas aun en buen estado y en otras ya se veían las huellas del tiempo.

Fijó su vista en un bosque y se dirigió allí. Caminó entre los árboles tratando de recordar detalles sobre aquella anterior creación, intentando forzar a su memoria a ubicar el lugar donde él había "puesto" los sonidos. Cuando ya estuvo a punto de darse por vencido y resignarse a tener que volver a fabricar nuevos entornos sonoros, lo ubicó. En uno de los árboles más altos yacía una pequeña casa de madera suspendida entre las ramas. El Arquitecto trepo hasta allí con los frascos y abrió la puerta.

Un olor rancio más una nube de polvo fueron sus recepcionistas. El Arquitecto buscó entre los escombros, las estanterías donde yacía su almacén de sonidos. Tras ubicarlos, extrajo las diminutas botellas de cristal que estaban en las repisas de aquella casa de árbol y leyó las etiquetas:

- Ruiseñores, zumbidos de avispa, balidos de oveja, pasto al viento...

Necesitaba un poco de todo para darle vida a aquel insonoro pueblo. Luego de transferir un poco a sus pomos, el Arquitecto salió de la casa de árbol y luego del bosque. Antes de llegar a aquel lugar donde los árboles acababan y comenzaba nuevamente aquel mundo tan extraño, El Arquitecto lo observó en silencio intentando recordar. Tras hacer un breve esfuerzo lo consiguió. Se agachó con cuidado a fin de conservar los frascos y murmuró en el oído de la joven víctima.

- No sabes cuánto lo siento pero así fueron las órdenes – lamentó sinceramente el Arquitecto.

El niño levantó el rostro y le guiñó amigablemente el ojo derecho para pasar nuevamente a la posición en la que fue encontrado. El Arquitecto esbozó una sonrisa y quiso quedarse a conversar pero sabía que el tiempo apremiaba. Pronto llegaría la siguiente hoja del cielo con nuevas órdenes.



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