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Cuando descubres que tu existencia involuciona o cae en espiral hacia el caos, ¿cómo reaccionas? Sencillo, dejándote arrastrar, o incluso peor, provocando el alud que te sepulte

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Cuando descubres que tu existencia involuciona o cae en espiral hacia el caos, ¿cómo reaccionas? Sencillo, dejándote arrastrar, o incluso peor, provocando el alud que te sepulte.

En esas andaba yo a principios de aquel caluroso octubre, buscando excusas para contentar a mis mayores, satisfaciendo sus conciencias con mentiras bien elaboradas. Me había convertido en experta de grado superior en el arte de urdir embustes, ¡hasta yo misma llegué a creerme alguno! Mi cerebro disfrazaba con tal esmero la realidad que acababa por transformarla en certeza quimérica. Si para el resto, mi vida provocaba envidias, para mí, era una mierda. Tampoco importaba demasiado, con un lazo y eau de parfum, podía disfrutarla. Es un hecho constatado, la humanidad se siente más cómoda detrás de un disfraz.

Ahí andaba yo, mostrando la cara amable de niña bien para la familia durante las horas de sol, y revolcándome con todo aquel de perfil acorde a mis preferencias físicas en la noche. Por seguir en la línea de autodestrucción trazada involuntariamente, alternaba el sexo desmedido con alcohol y algún gramo de coca de tanto en tanto.

No hay motivo justificado para abocarse al vertedero de residuos orgánicos; ni la depresión, ni el dolor, ni el aburrimiento... La supervivencia dispone de resortes para evitarlo, y, sin embargo, algunos nos lamemos con tanta fruición las heridas que acabamos envenenados de nosotros mismos; entonces..., ¿importa algo?

A mí, sin ganas de probar bálsamos ni antídotos, no, y, ¡qué narices! ¡Ni ganas! La infelicidad también era una elección.

Simulaba prestar diligencia a las indicaciones de mi abogada, que consistían, en mantenerme callada y dejar que hablara ella. Me había vestido para la ocasión —también bajo sus sugerencias—, formalita y seductora, aplicando la regla no escrita de menos, es más. Lo cierto es que, aparte de un molesto bla, bla, bla, no seguía su conversación.

En esas, llegamos a los juzgados.

En esas, nos sentamos en las butacas negras de plástico e incómodas adrede, hasta que llegó nuestra hora.

Pasé cabizbaja, interpretando el mejor papel de mi vida. Caminaba triste, compungida, por aparentar un arrepentimiento que no sentía en absoluto. Tomé lugar al lado de la abogada y yo, con las manos sujetas, continué el teatrillo, sin alzar la vista.

Si deseaba salir bien parada, no podía escapárseme la risa, además de que debía concentrarme en poses afligidas, pestañeos inocentes y mohines cándidos, nada que no hubiera practicado de manera frecuente con mi familia. No obstante, mis meninges ya atisbaban con regodeo morboso, mi próximo destino navideño: Mykonos, el paraíso griego atascado de chiringuitos, clubs, bares y música las veinticuatro horas del día.

Recorría la Agios Ioannis Beach, con entusiasmo íntimo, cuando una patada me sacó del ensueño.

—La veo algo dispersa para estar jugándose unos meses de internamiento, Srta. Ansúrez. —¿Alguna vez una voz os ha recordado a un contrabajo? Pues la del magistrado sonaba infinitamente mejor.

—Bueno... estoy nerviosa... —balbucí en un intento de engañarle.

—Sí, es para estarlo. Aunque, ni creo a la letrada, ni la creo a usted. —¿Cómo? Me ofendió su sinceridad. Le había subestimado, y no reforcé mi actuación con alguna lagrimita furtiva.

—Puedo asegurarle, que no me apetece lo más mínimo pasarme la Navidad en prisión por semejante futilidad. —La abogada, en esta ocasión, me pisó con tal energía que poco faltó para alisarme el pie.

—¿Futilidad?

—No tenga en cuenta esta declaración, su Señoría. Como ve, sigue un programa de rehabilitación, sus informes son favorables...

—La Srta. Ansúrez, no tiene el menor interés en dejar sus excesos, cosa que a mí, personalmente, me importa bien poco, sin embargo, que sus abusos causen daños, sí.

—¡Por el amor del cielo! ¡Me estrellé contra una marquesina! Me juzga como si hubiera atropellado a la mamá de Bambi. —Bien, en ese instante, yo misma había firmado mi sentencia. ¡Solo debía de guardar silencio!

—¡Usted, es un peligro público! —Me apuntaba con el dedo, en otra época hubiera lanzado un cuchillo de doble filo, no era merecedora ni de la hoguera—. En su blog la siguen miles de adolescentes engañados por ese simulacro de vida que les muestra. Fiestas, viajes, desenfrenos y licencias que nutren sus mentes con escaso espíritu crítico, tomando como referente su existencia prosaica y lamentablemente atractiva. Como árbitro en este juzgado me corresponde velar por la salud pública de nuestros jóvenes, y, como padre, por los intereses sociales.

—No cometo delito alguno, mi blog cumple todos los requisitos legales y fiscales. Es muy fácil barrer hacia fuera cuando no funciona el control parental. Le veo más censor que juez.

—¿Está desautorizando mi arbitrio como magistrado, y si lo fuera, como padre? —A pesar de lo enfadado que estaba y que la toga no le hacía justicia, el Sr. Juez era tan atractivo como irritante.

—Eso ha de juzgarlo usted mismo. —Podía haberme marcado un palo flamenco con zapateao incluido, sin embargo, me envaré para recibir el castigo. Sonriéndome la suerte, de ahí saldría engrilletada.

—Iba a firmar con gusto el fallo para que disfrutara de unos meses desconectada de su vida disoluta... sin embargo, la condeno a realizar mil cien horas de trabajos comunitarios, la idea es la reinserción en la sociedad y usted necesita conocer la vida real, no la que inventa. —Prefería eso a las galeras—. ¿Algo que objetar?

—No, su Señoría.

Yo podría haber discrepado hasta agonizar hablando, ¿sería útil? No. De volver a abrir la boca, conseguiría que me enviara a prisión y nada de trato preferente, así que negué y mantuve mis labios bien pegados.

—Me encargaré de estudiar personalmente sus informes semanales. Nos veremos en enero, y espero que con una actitud más conciliadora.

Salimos de la sala.

La abogada me trató de insensata, inconsciente e inmadura, nada que no supiera. Se pondría en contacto conmigo cuando le hicieran llegar la resolución judicial. Yo solo lamentaba la retirada del permiso de conducir, odiaba el transporte público y sus empujones, no soportaba caminar para ir de un lado a otro o esperar. No obstante... me lo gané a pulso.

CONDENADA NAVIDAD --Relato Corto--Donde viven las historias. Descúbrelo ahora