Una guerra de sangre, dinero, y poder.

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Caminar por las calles se ha convertido en una auténtica pesadilla...

El paisaje es apocalíptico. Las carreteras destruidas por las minas, los edificios y las casas derruidas por las explosiones, la naturaleza recuperando todo lo que durante años la hemos quitado dejando crecer su vegetación por las ruinas, señales, semáforos...todo, absolutamente todo, ha caido.

Restos de coches, camiones, helicópteros y aviones derribados por los misiles se acumulan en la calle, y no es lo único que se acumula. Pilas de cadáveres, gente con familia, con amigos, con seres queridos que, deshumanizados por esta guerra, se olvidan de los restos de sus allegados y luchan por sobrevivir.

Ya he olvidado lo que era ver niños en los parques corriendo, jugando, a los ancianos pasear, a las parejas darse arrumacos, a los animales escabullirse y a los pájaros canturrear en las ramas de los árboles. No recuerdo lo que es poder respirar sin máscara, y beber agua natural, sin tener que ser sintetizada en los laboratorios, siendo ahora casi un artículo de lujo. No recuerdo lo que es bañarse sin tener que utilizar químicos, y tampoco el comer reunidos con la familia una comida sin prefabricar ni comprimir. No recuerdo lo que es un hogar, y tampoco como era la civilización antes de que todo esto estallase.

No recuerdo lo que es vivir una vida en la que la muerte no sea el plato de cada día. Donde el miedo de que el corazón se detenga sea eso y no un deseo. Y lo peor, es que apenas recuerdo lo que es la esperanza, a esa a la que me aferro para no dejar que las balas me atraviesen las sienes.

Me llamo Claire Debisson, aunque ya poca gente me conoce por ese nombre, incluso yo he dejado de sentirme identificada con él, y ha pasado a sonarme más familiar "Oficial 383 del Ejército Aéreo de los Estados Unidos de América" o "383." simplemente.  Así es, soy una soldado. Colaboro en esta devastación, en esta sangría que ha acabado con casi la mitad de la población mundial. Aquellos que todavía estamos entre los 15 y los 40, seamos hombre o mujeres, no tenemos otro destino, si queremos que la sociedad no reniegue de nosotros. Lo venden como un servicio militar voluntario, pero si lo rechazas, el Estado te quita el derecho a la sanidad, al cobijo, y hasta el derecho por el aire que respiras, te despluman a base de impuestos, y al final te ves obligado a matar si o si para subsistir. La diferencia es que, en el ejército, matar es legal. 

A mis 23 años, se manejar 27 modelos de armas diferentes, tengo un curso en explosivos, y 84 horas de entrenamiento con armas blancas de mano y arrojadizas. A mis espaldas, cargo con el dolor de la muerte de 145 participantes de guerra, 83 rusos, 40 chinos, 14 japoneses y 8 irakíes; y de 4 civiles, Australianos, y uno de ellos, un niño. Un puto crío indistinguible con la visión térmica a altas horas de la madrugada, o al menos eso decían mis compañeros, pero que a mi se me clava en el pecho, y me sangra por dentro.

Una guerra iniciada por la avaricia del poder, y sobre todo, del dinero. Causada por la corrupción de los de arriba, por las apropiaciones indebidas del dinero de todos, impidiendo así que los Estados paguen las deudas entre ellos, ni tampoco a las organizaciones de paz mundial. Un colapso económico, y todo ese afán de dinero que ya no existe, se convierte en la ira de todos los que manejan ese poder, y utilizándolo contra aquellos que no les dan lo que tanto desean: Un puñado de dólares.

Eso es lo que vale la vida de todos, de 145 soldados, de 149 personas, de un niño, un fajo de billetes.

Oigo tras de mi el sonido de algo metálico cayendo, y mis reflejos hacen que me gire casi al instante. Tomo la granada que hay en el suelo, y la arrojo detrás de una pila de bloques de hormigón desprendido de las altas construcciones que antes había en la ciudad. Un ruido estridente que martillea mis oídos, y dos cuerpos que se elevan levemente para después caer cerca de la zona de impacto. 147.

El instinto de supervivencia me hace actuar así, rápido, sin pensar lo que mis actos asesinos conllevan, sin ningún tipo de escrúpulo. Tengo que hacer lo imposible por mantenerme viva, y no por mi. Mis ganas de vivir se disiparon con la primera ejecución que me vi obligada a hacer, como un "entrenamiento.". Tengo que mantenerme viva por Trev, mi hermano pequeño, y colaborar con el final de la guerra antes de que conozca lo que es asesinar a un humano. 

Trev tiene 13 años, y como yo, apenas recuerda lo que es vivir en paz. Vive con miedo, miedo a perderme, a perderse, a perderlo todo. Miedo al ahora, y más aún al mañana. Miedo al hecho de que solo le quedan dos años para empuñar su primer arma, e iniciar un proceso de deshumanización que le llevará a un punto sin retorno, el de matar por sistema, sin saber lo que conlleva.

La guerra que ha superado las fronteras de nuestro planeta, llevada al espacio, unico sitio que, quizá por miedo y desconocimiento, siempre habíamos dejado fuera de los conflictos entre naciones, pero que ahora era un nuevo campo de batalla exento de honor y reglas. La galaxia entera repleta de muertos flotando, arrastrados por la gravedad de los distintos cuerpos celestes; fragmentos de las naves bélicas plagadas de diferente armamento letal impactando contra los planetas, causando en estos desastres que desestabilizaban todo lo que hasta el momento nos era conocido.

Esa era la vida que recordaba Trev, y por él peleaba, porque viviera en un mundo donde la igualdad y la paz están a la orden del día, las armas se dejan aparte, y los intereses de unos pocos no se sobreponen al bienestar de todos. El mundo que nuestros padres siempre quisieron para nosotros. El mundo que nos enseñaron a mantener, y que unos pocos profanaron. El mundo por el que solo unos pocos luchamos.

Oficial 383.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora