Cicatriz

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Cicatriz

Cuánto podemos aprender de esta simple palabra que encierra tanto que enseñar. Hola, soy Erick Blander y estoy aquí para contarte la historia de mi mejor amigo. Él y yo crecimos juntos desde los tres hasta los 21 años cuando él desapareció sin decir nada.

Todo comenzó en mi oficina a las 3:14 de la tarde. Estaba escribiendo un documental sobre las drogas y su efecto mortal en nuestra sociedad cuando sonó mi celular. Revisé la pantalla y vi que era un número desconocido así que lo contesté de inmediato por la curiosidad de saber quién era, ya que pocas personas tenían ese número.

Cuando contesté una voz dijo: “¡Erick, el famoso Erick Blander!”. Sonreí por su tono sarcástico y pregunté: “¿Quién habla?”. Entonces respondió: “¿Tan pronto te olvidas de tus amigos o debo decir tu mejor amigo?”.

‘Jan, ¿eres tú?”, pregunté. “El mismo que te pellizcaba cuando éramos niños”, afirmó. Entonces exclamé de alegría al saber que era él: “¡Cuánto tiempo sin saber de ti! ¿Dónde estás? ¿Qué has hecho con tu vida? Cuéntame todo”. El interrumpió y me dijo: “Habla más calmadamente que apenas puedo contestarte una sola pregunta de todas las que me haces”, y nos reímos juntos.

“¿Te gusta San Francisco?”, preguntó. Le respondí que jamás había estado ahí. “¿Por qué?”, dije. Entre risas agregó:

“Porque quiero que vengas a verme este fin de semana, quiero reunirme con el mejor amigo que he tenido en toda mi vida”. Emocionado le respondí: “Por supuesto que estaré ahí”.

Compré mi boleto de avión enseguida y le indiqué que llegaría el viernes a las nueve de la noche en el vuelo 54. “Perfecto te estaré esperando para llevarte a casa”, aseguró.

Así pues colgué el teléfono, pero la emoción de oírlo continuó hasta la noche. Casi no pude dormir. Hacía alrededor de nueve años que no sabía de él y por fin, de la nada, se aparecía.

El viernes me levanté temprano y fui directo al aeropuerto. Llegué a la hora indicada y cuando me bajé del avión lo reconocí de inmediato. Aún tenía ese cabello largo y rubio, sólo que ahora se veía mayor. Corrimos, nos abrazamos y me dijo: “Wow yo estoy envejeciendo y tú estás como si nada”.

Lo volví a abrazar y le dije: “Mi querido amigo, cómo te echaba de menos, pero cuéntame de ti”. Entonces cargó mi maleta y nos fuimos en su auto hablando durante todo el camino. Platicamos de nuestros tiempos de estudiantes, de todas las travesuras que hicimos juntos y de todos los bellos recuerdos que te hacen vivir de nuevo.

Casi al llegar le pregunté por Jessica, la que era su novia y la única que tuvo. Sonrió y me dijo: “Me casé con ella hace nueve años”. Lo miré y exclamé: “Wow, ¿en serio?”. Entonces agregó: “Por supuesto que sí. ¿No me ves la felicidad en la cara”. Lo felicité y en eso me dijo: “Llegamos”.

Era una casa hermosa, muy hogareña. Entramos y me indicó que dejara la maleta y subiera las escaleras con él. “Vamos a saludar a mi esposa”, afirmó. Hice lo que me pidió y subimos al segundo nivel. Cuando abrió la puerta mi sorpresa fue enorme.

En la cama estaba Jessica, acostada sin mover un solo músculo. Se veía tan deteriorada que no la reconocí. Me quedé sin habla y pasmado al ver esa escena. Él se le acercó, la besó en la frente y le dijo: “Mi vida, Erick está aquí”.

Ella sonrió como pudo mientras yo seguía ahí parado sin habla. Jan la besó de nuevo y le dijo: “Perdona a Erick es que hoy luces tan hermosa que se quedó mudo al ver tu belleza”.  Entonces sentí vergüenza de mi actitud y me acerqué a ella.

‘Jessica, ¿cómo estás?”, pregunté. Como pudo, movió su mirada hacia mí y me volvió a regalar una sonrisa. Estaba tan impactado de ver a la mujer más hermosa de la universidad postrada en una cama, era casi un esqueleto. Sentí ganas de llorar, pero ella me tomó la mano y como pudo movió su cabeza con un “no” y me regaló otra sonrisa.

“Es hora de dejar que mi princesa descanse. Ha tenido mucho con verte hoy”, dijo Jan, y salimos de su recámara. Nos dirigimos abajo y yo seguía sin hablar. Entonces Jan me tomó del hombro y me dijo: “No estés triste, amigo mío”.

Fuimos al patio de la casa, nos sentamos en su bello jardín y me contó: “Déjame explicarte por qué desaparecí de la noche a la mañana”. Le dije: “Cuéntame, porque estoy sin habla”. Y comenzó su relato.

Un día salí de la universidad como de costumbre y fui a ver a Jessica a su salón de clases pues aprovechábamos cada segundo para besarnos y decirnos lo mucho que nos amábamos. Cuando llegué me dijeron que no estaba, que se había reportado enferma, así que en cuanto salí de clases, fui a buscarla.

Si recuerdas bien, ese día te dije que me adelantaría. Llegué a su casa y estaba acostada. Tenía fiebre y parecía que le había dado un resfriado. Cuando me vio, me abrazó y me quedé toda la tarde con ella. La cuidé, le di sopa y todo eso.

Al día siguiente pasé por ella y estaba radiante como siempre. Fuimos a la universidad y cuando terminaron las clases la llevé a un campo cerca de la escuela. “Estoy seguro de que recuerdas ese lugar tanto como yo”, comentó Jan. “Sí, un lugar bellísimo”, dije. Sonrió y prosiguió.

Pues ahí la llevé ese día. Lucía más radiante que nunca. La abracé y le dije: “En cuatro meses terminaremos la universidad y me quiero casar contigo”. Ella me miró llorando de la emoción y mientras la abrazaba se desmayó. No supe por qué, así que la cargué hasta el auto y la llevé al hospital. Entonces llamé a sus padres y a los míos.

Como tres horas después el médico llamó a sus papás y éstos salieron llorando del cuarto. Me preocupé mucho y pregunté qué pasaba. Su mamá me abrazó y me dijo: “Ella está enferma y es delicado”. En eso, ella me llamó desde el cuarto. Me acerqué, la abracé fuerte y le pregunté si se sentía bien, y me dijo que sí.

A los dos días la dieron de alta, pero nadie me decía lo que tenía. Una noche estaba en mi casa y la vi llegar. Estaba llorando y le pregunte qué le pasaba. Entonces me dijo; “Tenemos que hablar”. La senté conmigo y agregó: “Tenemos que separarnos”. Eso me golpeó tanto que mi cerebro se quedó en blanco. Como pude, articulé las palabras y le pregunté por qué. Entonces me explicó: “Tengo un tumor en el cerebro y es muy posible que muera pronto y no quiero que estés atado a mí”.

“Pero, ¿cómo fue eso?, ¿quién te lo dijo?”, le pregunté exaltado. Entonces me explicó: “¿Recuerdas la calentura que me dio aquel día? Era el principio del tumor y los desmayos fueron más de los que tú viviste. El médico dice que nunca podré tener hijos y que si me operan podría ser tan peligroso que me afectaría mucho. No quiero que pases tu vida al lado de una mujer inservible”. La abracé fuerte y le dije: “Jamás te dejaré, jamás”. Ella se separó de mí y se fue corriendo mientras yo gritaba su nombre pidiéndole que regresara.

Esa noche fue la peor de mi vida. Recuerdo que no pude dormir y a las ocho de la mañana fui a buscarla. Su mamá me abrió la puerta y me dijo que se había ido. Entonces caí de rodillas al suelo y me quedé mirando al piso. Su mamá me abrazó y mientras lo hacía le dije: “La amo, necesito buscarla. No me voy a separar nunca de ella. Necesito verla”. Comencé a llorar como un niño y su mamá me abrazó nuevamente y me dio su dirección en San Francisco.

Al día siguiente estaba en la mesa con mis padres y les explicaba que me iba de la casa, que me casaría con Jessica. Ellos me apoyaron.

Mientras iba de camino al aeropuerto vi el anillo de compromiso más hermoso que había visto en mi vida. Le pedí al taxista que se detuviera, me bajé rápido y lo compré. A las tres horas estaba aterrizando en San Francisco. Tomé otro taxi y fui a la dirección indicada.

Cuando llegué, ella estaba en el jardín de una tía suya jugando con un perrito. La vi y mi corazón se quería salir. Me acerqué a ella y cuando se volteó le dije con lágrimas en los ojos: “Si me dejas, me muero. Vine para quedarme contigo para siempre”. Me arrodillé y le mostré el anillo. Entonces ella salió corriendo, me abrazó fuerte y me dijo: “Te amo”.

Al otro día nos casamos. Comencé a trabajar y continué mi vida con ella. Hace ocho meses sufrió una recaída. El tumor ha avanzado mucho y cayó en cama. Desde entonces no se ha vuelto a levantar, pero no me importa. He vivido los nueve años más hermosos de mi vida.

Un día me acosté a su lado y me dijo: “¿Recuerdas la cicatriz que te hiciste jugando con Erick en aquel campo? Le dije: “Claro que la recuerdo, era enorme”. Volvió a preguntarme: “¿Recuerdas cuando fuimos al médico y te operó para quitártela?”. Le dije que lo recordaba bien. Entonces agregó: “Tal vez te borraron la cicatriz por encima, pero la herida está adentro y jamás se borrará ni con la operación más perfecta. Esa cicatriz ciertamente te causó un gran dolor cuando te la hiciste, pero al final el tiempo la sanó. Sé que te va a doler mi partida, pero al final ese dolor será un hermoso recuerdo”.

Entonces dijo algo que cambió mi vida para siempre. Me miró a los ojos y me dijo: “Siempre le pedimos a Dios que mueva la montaña que representa nuestros problemas, pero hoy te digo que mejor le pidas a Dios que no mueva la montaña, que mejor te dé fuerzas para escalarla”.

Cuando Jan terminó de decir esa frase me quedé helado. Entramos a la casa y cinco días después Jessica murió y la fuimos a enterrar. Luego él regresó a vivir de nuevo en la ciudad donde nació y fundó una asociación contra el cáncer y otras enfermedades destructivas.

¿De qué tamaño es tu cicatriz física o del alma? ¿Deseas operarla y borrarla por encima o decides vivir con ella y aprender de lo que te causó la misma?

A partir de ese momento decidí no mover más las montañas en mi vida. Decidí pedirle a Dios que me dé la fuerza para escalarlas.

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⏰ Última actualización: Dec 21, 2017 ⏰

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