Cap. I

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Los Button gozaban de una posición envidiable, tanto social como económica, en el Baltimore

de antes de la guerra. Estaban emparentados con Esta o Aquella Familia, lo que, como todo

sureño sabía, les daba el derecho a formar parte de la inmensa aristocracia que habitaba la

Confederación. Era su primera experiencia en lo que atañe a la antigua y encantadora

costumbre de tener hijos: naturalmente, el señor Button estaba nervioso. Confiaba en que

fuera un niño, para poder mandarlo a la Universidad de Yale, en Connecticut, institución en la

que el propio señor Button había sido conocido durante cuatro años con el apodo, más bien

obvio, de Cuello Duro.

La mañana de septiembre consagrada al extraordinario acontecimiento se levantó muy

nervioso a las seis, se vistió, se anudó una impecable corbata y corrió por las calles de

Baltimore hasta el hospital, donde averiguaría si la oscuridad de la noche había traído en su

seno una nueva vida.

A unos cien metros de la Clínica Maryland para Damas y Caballeros vio al doctor Keene, el

médico de cabecera, que bajaba por la escalera principal restregándose las manos como si se

las lavara -como todos los médicos están obligados a hacer, de acuerdo con los principios

éticos, nunca escritos, de la profesión.

El señor Roger Button, presidente de Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas, echó a

correr hacia el doctor Keene con mucha menos dignidad de lo que se esperaría de un caballero

del Sur, hijo de aquella época pintoresca.

-Doctor Keene -llamó-. ¡Eh, doctor Keene!
El doctor lo oyó, se volvió y se paró a esperarlo, mientras una expresión extraña se iba
dibujando en su severa cara de médico a medida que el señor Button se acercaba.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el señor Button, respirando con dificultad después de su
carrera—. ¿Cómo ha ido todo? ¿Cómo está mi mujer? ¿Es un niño? ¿Qué ha sido? ¿Qué...?
—Serénese —dijo el doctor Keene ásperamente. Parecía algo irritado.
—¿Ha nacido el niño? —preguntó suplicante el señor Button.
El doctor Keene frunció el entrecejo.
—Diantre, sí, supongo... en cierto modo —y volvió a lanzarle una extraña mirada al señor
Button.
—¿Mi mujer está bien?
—Sí.
—¿Es niño o niña?
—¡Y dale! —gritó el doctor Keene en el colmo de su irritación—. Le ruego que lo vea usted
mismo. ¡Es indignante! —la última palabra cupo casi en una sola sílaba. Luego el doctor Keene
murmuró—: ¿Usted cree que un caso como éste mejorará mi reputación profesional? Otro
caso así sería mi ruina... la ruina de cualquiera.
—¿Qué pasa? —preguntó el señor Button, aterrado—. ¿Trillizos?
—¡No, nada de trillizos! —respondió el doctor, cortante—. Puede ir a verlo usted mismo. Y
buscarse otro médico. Yo lo traje a usted al mundo, joven, y he sido el médico de su familia
durante cuarenta años, pero he terminado con usted. ¡No quiero verle ni a usted ni a nadie de
su familia nunca más! ¡Adiós!
Se volvió bruscamente y, sin añadir palabra, subió a su faetón, que lo esperaba en la calzada, y
se alejó muy serio.
El señor Button se quedó en la acera, estupefacto y temblando de pies a cabeza. ¿Qué
horrible desgracia había ocurrido? De repente había perdido el más mínimo deseo de entrar
en la Clínica Maryland para Damas y Caballeros. Pero, un instante después, haciendo un
terrible esfuezo, se obligó a subir las escaleras y cruzó la puerta principal.
Había una enfermera sentada tras una mesa en la penumbra opaca del vestíbulo. Venciendo
su vergüenza, el señor Button se le acercó.
—Buenos días —saludó la enfermera, mirándolo con amabilidad.
—Buenos días. Soy... Soy el señor Button.
Una expresión de horror se adueñó del rostro de la chica, que se puso en pie de un salto y
pareció a punto de salir volando del vestíbulo: se dominaba gracias a un esfuerzo ímprobo y
evidente.
—Quiero ver a mi hijo —dijo el señor Button.
La enfermera lanzó un débil grito.
—¡Por supuesto! —gritó histéricamente—. Arriba. Al final de las escaleras. ¡Suba!
Le señaló la dirección con el dedo, y el señor Button, bañado en sudor frío, dio media vuelta,
vacilante, y empezó a subir las escaleras. En el vestíbulo de arriba se dirigió a otra enfermera
que se le acercó con una palangana en la mano.
—Soy el señor Button —consiguió articular—. Quiero ver a mi...
¡Clanc! La palangana se estrelló contra el suelo y rodó hacia las escaleras. ¡Clanc! ¡Clanc!
Empezó un metódico descenso, como si participara en el terror general que había desatado
aquel caballero.
—¡Quiero ver a mi hijo! —el señor Button casi gritaba. Estaba a punto de sufrir un ataque.
¡Clanc! La palangana había llegado a la planta baja. La enfermera recuperó el control de sí
misma y lanzó al señor Button una mirada de auténtico desprecio.
—De acuerdo, señor Button —concedió con voz sumisa—. Muy bien. ¡Pero si usted supiera
cómo estábamos todos esta mañana! ¡Es algo sencillamente indignante! Esta clínica no
conservará ni sombra de su reputación después de...
—¡Rápido! —gritó el señor Button, con voz ronca—. ¡No puedo soportar más esta situación!
—Venga entonces por aquí, señor Button. Se arrastró penosamente tras ella. Al final de un
largo pasillo llegaron a una sala de la que salía un coro de aullidos, una sala que, de hecho,
sería conocida en el futuro como la «sala de los lloros». Entraron. Alineadas a lo largo de las
pareces había media docena de cunas con ruedas, esmaltadas de blanco, cada una con una
etiqueta pegada en la cabecera.
—Bueno —resopló el señor Button—. ¿Cuál es el mío?
—Aquél —dijo la enfermera.
Los ojos del señor Button siguieron la dirección que señalaba el dedo de la enfermera, y esto
es lo que vieron: envuelto en una voluminosa manta blanca, casi saliéndose de la cuna, había
sentado un anciano que aparentaba unos setenta años. Sus escasos cabellos eran casi blancos,
y del mentón le caía una larga barba color humo que ondeaba absurdamente de acá para allá,
abanicada por la brisa que entraba por la ventana. El anciano miró al señor Button con ojos
desvaídos y marchitos, en los que acechaba una interrogación que no hallaba respuesta.
—¿Estoy loco? —tronó el señor Button, transformando su miedo en rabia—. ¿O la clínica
quiere gastarme una broma de mal gusto?
—A nosotros no nos parece ninguna broma —replicó la enfermera severamente—. Y no sé si
usted está loco o no, pero lo que es absolutamente seguro es que ése es su hijo.
El sudor frío se duplicó en la frente del señor Button. Cerró los ojos, y volvió a abrirlos, y miró.
No era un error: veía a un hombre de setenta años, un recién nacido de setenta años, un
recién nacido al que las piernas se le salían de la cuna en la que descansaba.
El anciano miró plácidamente al caballero y a la enfermera durante un instante, y de repente
habló con voz cascada y vieja:
—¿Eres mi padre? —preguntó.
El señor Button y la enfermera se llevaron un terrible susto.
—Porque, si lo eres —prosiguió el anciano quejumbrosamente—, me gustaría que me sacaras
de este sitio, o, al menos, que hicieras que me trajeran una mecedora cómoda.
—Pero, en nombre de Dios, ¿de dónde has salido? ¿Quién eres tú? —estalló el señor Button
exasperado.
—No te puedo decir exactamente quién soy —replicó la voz quejumbrosa—, porque sólo hace
unas cuantas horas que he nacido. Pero mi apellido es Button, no hay duda.
—¡Mientes! ¡Eres un impostor!
El anciano se volvió cansinamente hacia la enfermera.
—Bonito modo de recibir a un hijo recién nacido —se lamentó con voz débil—. Dígale que se
equivoca, ¿quiere?
—Se equivoca, señor Button —dijo severamente la enfermera—. Este es su hijo. Debería
asumir la situación de la mejor manera posible. Nos vemos en la obligación de pedirle que se lo
lleve a casa cuanto antes: hoy, por ejemplo.
—¿A casa? —repitió el señor Button con voz incrédula.
—Sí, no podemos tenerlo aquí. No podemos, de verdad. ¿Comprende?
—Yo me alegraría mucho —se quejó el anciano—. ¡Menudo sitio! Vamos, el sitio ideal para
albergar a un joven de gustos tranquilos. Con todos estos chillidos y llantos, no he podido
pegar ojo. He pedido algo de comer —aquí su voz alcanzó una aguda nota de protesta— ¡y me
han traído una botella de leche!
El señor Button se dejó caer en un sillón junto a su hijo y escondió la cara entre las manos.
—¡Dios mío! —murmuró, aterrorizado—. ¿Qué va a decir la gente? ¿Qué voy a hacer?
—Tiene que llevárselo a casa —insistió la enfermera—. ¡Inmediatamente!
Una imagen grotesca se materializó con tremenda nitidez ante los ojos del hombre
atormentado: una imagen de sí mismo paseando por las abarrotadas calles de la ciudad con
aquella espantosa aparición renqueando a su lado.
—No puedo hacerlo, no puedo —gimió.
La gente se pararía a preguntarle, y ¿qué iba a decirles? Tendría que presentar a ese... a ese
septuagenario: «Éste es mi hijo, ha nacido esta mañana temprano». Y el anciano se acurrucaría bajo la manta y seguirían su camino penosamente, pasando por delante de las tiendas
atestadas y el mercado de esclavos (durante un oscuro instante, el señor Button deseó
fervientemente que su hijo fuera negro), por delante de las lujosas casas de los barrios
residenciales y el asilo de ancianos...
—¡Vamos! ¡Cálmese! —ordenó la enfermera.
—Mire —anunció de repente el anciano—, si cree usted que me voy a ir casa con esta manta,
se equivoca de medio a medio.
—Los niños pequeños siempre llevan mantas.
Con una risa maliciosa el anciano sacó un pañal blanco.
—¡Mire! —dijo con voz temblorosa—. Mire lo que me han
preparado.
—Los niños pequeños siempre llevan eso —dijo la enfermera remilgadamente.
—Bueno —dijo el anciano—. Pues este niño no va a llevar nada puesto dentro de dos minutos.
Esta manta pica. Me podrían haber dado por los menos una sábana.
—¡Déjatela! ¡Déjatela! —se apresuró a decir el señor Button. Se volvió hacia la enfermera—.
¿Qué hago?
—Vaya al centro y cómprele a su hijo algo de ropa.
La voz del anciano siguió al señor Button hasta el vestíbulo:
—Y un bastón, papá. Quiero un bastón.
El señor Button salió dando un terrible portazo.

El extraño caso de benjamín buttonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora