Cap. IX

10 0 0
                                    

Un día de septiembre de 1910 —pocos años después de que el joven Roscoe Button se hicera
cargo de la Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas— un hombre que aparentaba
unos veinte años se matriculó como alumno de primer curso en la Universidad de Harvard, en
Cambridge. No cometió el error de anunciar que nunca volvería a cumplir los cincuenta, ni
mencionó el hecho de que su hijo había obtenido su licenciatura en la misma institución diez
años antes.
Fue admitido, y, casi desde el primer día, alcanzó una relevante posición en su curso, en parte
porque parecía un poco mayor que los otros estudiantes de primero, cuya media de edad
rondaba los dieciocho años. Pero su éxito se debió fundamentalmente al hecho de que en el partido de fútbol contra Yale
jugó de forma tan brillante, con tanto brío y tanta furia fría e implacable, que marcó siete
touchdowns y catorce goles de campo a favor de Harvard, y consiguió que los once hombres
de Yale fueran sacados uno a uno del campo, inconscientes. Se convirtió en el hombre más
célebre de la universidad.
Aunque parezca raro, en tercer curso apenas si fue capaz de formar parte del equipo. Los
entrenadores dijeron que había perdido peso, y los más observadores repararon en que no era
tan alto como antes. Ya no marcaba touchdowns. Lo mantenían en el equipo con la esperanza
de que su enorme reputación sembrara el terror y la desorganización en el equipo de Yale.
En el último curso, ni siquiera lo incluyeron en el equipo. Se había vuelto tan delgado y frágil
que un día unos estudiantes de segundo lo confundieron con un novato, incidente que lo
humilló profundamente. Empezó a ser conocido como una especie de prodigio —un alumno
de los últimos cursos que quizá no tenía más de dieciséis años— y a menudo lo escandalizaba
la mundanería de algunos de sus compañeros. Los estudios le parecían más difíciles,
demasiado avanzados. Había oído a sus compañeros hablar del San Midas, famoso colegio
preuniversitario, en el que muchos de ellos se habían preparado para la Universidad, y decidió
que, cuando acabara la licenciatura, se matricularía en el San Midas, donde, entre chicos de su
complexión, estaría más protegido y la vida sería más agradable.
Terminó los estudios en 1914 y volvió a su casa, a Baltimore, con el título de Harvard en el
bolsillo. Hildegarde residía ahora en Italia, así que Benjamin se fue a vivir con su hijo, Roscoe.
Pero, aunque fue recibido como de costumbre, era evidente que el afecto de su hijo se había
enfriado: incluso manifestaba cierta tendencia a considerar un estorbo a Benjamin, cuando
vagaba por la casa presa de melancolías de adolescente. Roscoe se había casado, ocupaba un
lugar prominente en la vida social de Baltimore, y no deseaba que en torno a su familia se
suscitara el menor escándalo.
Benjamin ya no era persona grata entre las debutantes y los universitarios más jóvenes, y se
sentía abandonado, muy solo, con la única compañía de tres o cuatro chicos de la vecindad, de
catorce o quince años. Recordó el proyecto de ir al colegio de San Midas.
—Oye —le dijo a Roscoe un día—, ¿cuántas veces tengo que decirte que quiero ir al colegio?
—Bueno, pues ve, entonces —abrevió Roscoe. El asunto le desagradaba, y deseaba evitar la
discusión.
—No puedo ir solo —dijo Benjamin, vulnerable—. Tienes que matricularme y llevarme tú.
—No tengo tiempo —declaró Roscoe con brusquedad. Entrecerró los ojos y miró preocupado
a su padre—. El caso es —añadió— que ya está bien: podrías pararte ya, ¿no? Sería mejor... —
se interrumpió, y su cara se volvió roja mientras buscaba las palabras—. Tienes que dar un giro
de ciento ochenta grados: empezar de nuevo, pero en dirección contraria. Esto ya ha ido
demasiado lejos para ser una broma. Ya no tiene gracia. Tú... ¡Ya es hora de que te portes
bien!
Benjamin lo miró, al borde de las lágrimas.
—Y otra cosa —continuó Roscoe—: cuando haya visitas en casa, quiero que me llames tío, no
Roscoe, sino tío, ¿comprendes? Parece absurdo que un niño de quince años me llame por mi
nombre de pila. Quizá harías bien en llamarme tío siempre, así te acostumbrarías.
Después de mirar severamente a su padre, Roscoe le dio la espalda.

El extraño caso de benjamín buttonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora