PRÓLOGO
Una sombra volaba velozmente atravesando las calles de Gallion, huyendo de una quimera de su imaginación que poco a poco se iba haciendo real. Su huida había sido prácticamente suicida, ya que su rostro era conocido en todos los lugares del país. La suya era una cara que difícilmente se podía olvidar porque no era muy común entre las gentes de su pueblo. ¿Por qué?, se preguntaba constantemente, ¿por qué me ha tocado a mí? Estas cuestiones le habían conducido a esta precipitada y desorganizada huida cuyo único propósito era sobrevivir. Por eso lo que necesitaba ahora era concentrarse en las calles que iba atravesando, y reconocer las máximas posibles. Las oscuras gárgolas le amenazaban, a punto de engullirle, como si se sintieran las auténticas y únicas soberanas del destino de Jeremiah. El pánico le iba consumiendo a medida que el sol se iba acercando a su amanecer, lo cual significaría su arresto, y, finalmente, la muerte. Por eso se apresuró aún más, aunque sentía que el corazón se le iba escapar del pecho si no lo controlaba. ¿Podrían los guardias escuchar esos fuertes golpes en su pecho? La paranoia le llevaba a cuestionarse incluso estas cosas. Las calles iban ampliándose, aumentando las posibilidades de ser visto. Pero tenía que ir por allí. ¿Podría una simple respuesta conducirle a la muerte? “Sí”, parecía responder una malévola voz en su interior. “Sí, puedes llegar a la horca por confesar algo que no has hecho”. “Sí, tu vida pende de un fino hilo que ya está roto”. “Sí, estás condenado”. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? Sí. Podía volver con su amada Elena y su querido Koah. Podía vivir como si nada de esto hubiera ocurrido, ocultarse para siempre en las sombras, borrar su nombre y desaparecer de la atenta vigilancia de sus verdugos. ¿Vivir? La verdad es que no lo llamaría así. Sería vivir una libertad encarcelada, un cutre disfraz de vida comprada. Así que se lo volvía a plantear todo: su vida o su muerte, verdad o mentira, evaporación o existencia. Tras pensarlo, las dudas se agalopaban en su mente y lo hundían en un mar de dudas, aplastado por las inseguridades, incapaz de salir a por una pizca de determinación. Y tras horas de pensamiento, lo más sensato le pareció huir y perderse en el mundo.
El hatillo se balanceaba pesadamente de un lado a otro como un péndulo. La comparación se acercaba, ya que también el tiempo de Jeremiah estaba contado. Se desplazaba como un zombi, y ya empezaba a sentir los efectos del cansancio. Sus piernas apenas soportaban ya su peso, y una mezquina lluvia empezó a caer, haciendo más pesada su carga. No había ruidos, salvo su maldito hatillo. Para allá, para acá, para allá, para acá, para allá, para acá. Su constante movimiento, la belleza de su coordinación. Para allá, para acá, para allá, para acá. Sus oídos prestaban atención a cualquier alteración en su recorrido. Zas. Para allá, para acá. Otro zas. Para allá, para acá. Zas. Y cuando se quiso dar cuenta, las figuras lo atraparon y amordazaron. Un pie se despegó del suelo, y, con una fuerza devastadora, golpeó al asustado Jeremiah. Lo derribaron, y su cuerpo golpeó bruscamente el duro y mojado suelo. La lluvia empezó a golpear a la víctima. Le mojó el pelo y la dignidad. Se debatió, y consiguió asestar un certero golpe en el vientre de un atacante. Como consecuencia, cayó de nuevo al suelo por un puñetazo y quedó inconsciente.
La luz del nuevo día le deslumbró. Sin previo aviso, unas callosas manos le arrastraron a una gran terraza.
-Señoras y señores, habitantes de Gallion, y los que no son de aquí. No les voy a entretener. Este hombre- señaló a Jeremiah- ha recibido una maldición. Su nombre fue escogido por los dioses para acarrearla sobre sus hombros. Desde los infiernos subió, y allí volverá.
La corta sentencia fue recibida por vítores y aplausos por una gran multitud que se encontraba por debajo de la terraza. Miraron al desdichado con ganas de sangre. El gordo verdugo, como respuesta a las amenazas proferidas por los encolerizados de ahí abajo, obligó a Jeremiah a colgarse su propia soga alrededor del cuello. Sabiendo ya su suerte, pensó en por qué estaba allí. Repasó todos los momentos felices de su vida: su boda, el nacimiento de su único hijo, su reciente ascenso. Pasaron como por arte de magia esos instantes, y, de un plumazo, el encapuchado verdugo tiró de la palanca, y el condenado quedó colgando sobre el vacío de la muerte. Su última visión del mundo: injusta y cruel. Había nacido hermoso, a diferencia de los horrorosos rostros de los que le rodeaban, y le había llevado a su muerte. También le había llevado a conocer a Elena y concebir a Koah. ¿Injusto y cruel?
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Dying
RomanceEleonor está maldita. Su sino la persigue, y hasta que no llega a la mayoría de edad, no lo descubrirá. Esta maldición la puede conducir a la muerte, o mantenerla en una vida de miseria. ¿Qué oculta? ¿Qué la hace especial? Un don del que su mundo c...