Mi hermana solía tener un oso de peluche. Pero no cualquier oso de peluche. Este daba miedo…. Mucho miedo, bueno, al menos a mí sí. No sé por qué, pero simplemente me ponía nervioso verlo. Era negro. Negro como la ceniza. Su cara era blanca, pero no una cara linda y amigable, como la de un oso de peluche normal.
La suya era muy real, tanto que parecía pertenecer a uno verdadero. Tenía unos ojos que eran inexpresivos, pero que guardaban cierta malicia.
Desde que se lo regalaron a mi hermana tenía un mal presentimiento (Ella apenas era una bebé, mientras que yo solo tenía 4 años). En ese entonces teníamos un perro que comía de todo a su paso. Pedazos de plástico, botellas, en especial juguetes. Por esa razón, mi madre ponía el oso de peluche en un estante tipo esquinera en las escaleras para evitar que el perro intentara ingerir el regalo.
Así que, cada vez que yo subía por las escaleras, mi mirada siempre se desviaba hacia arriba, hacia un punto exacto, donde mi terror se alojaba en las sombras, acechándome, esperando la oportunidad de que me diera media vuelta para subir y poder atacarme. Era un suplicio para mí seguir mi camino cuando deseaba subir.
Cada vez que subía, me sentía incómodo. Sentía algo en mí, algo pesado, que no me dejaba realizarme a gusto. Fue con el tiempo que descubrí la realidad: aquel oso me seguía. Sí, me seguía con la mirada. Sonará de locos, pero es verdad. Sentía como esos ojos penetraban en mí, como navajas, que provocaban mi tormento. ¿Cómo es posible que un simple muñeco de felpa pueda causarme tal terror? Algo raro sucedía.
Y esa no era la parte extraña. Lo extraño comenzó 5 años después. En ese entonces, mi hermana ya tenía alrededor de 6 y 7 años, mientras que yo ya tenía entre 9 y 10. A esa edad, mi hermana ya no le prestaba más atención a aquel oso (de hecho, casi nunca le interesó), así que mi madre decidió guardarlo en un juguetero, que compartíamos mi hermana y yo.
El problema era que ese juguetero estaba en mi cuarto. A pesar de que no me agradaba la idea, acepté a regañadientes, para evitar un posible castigo. Aún así, no quería sentirme presa de esa cosa, así que comencé a dejar de tenerle miedo, para acabar con mis pesadillas.
En fin, los días pasaban y yo dejé ese recuerdo de lado. Parecía que mis temores desaparecían, y yo me sentía bien, me sentía valiente y poderoso. Casi me sentía listo para afrontar mis miedos… Pero no estaba listo.
Un día, entre mis distracciones, mi madre se dedicó a sacar los viejos peluches de la casa, pues ya nadie jugaba con ellos. Así que, buscando juguetes en el cuarto o de mi hermana y el mío, encontró la dichosa juguetera, y se dispuso a vaciarla para encontrarse con algo que pudiese sacar. De aquel sitio, sólo encontró un objeto.
Un objeto que olvidó guardar, y lo dejó encima de la juguetera. Sí, era ese horrible oso. Yo no me enteré de eso, hasta que mi madre me comentó lo que había hecho. Lo dejé pasar, y con el pasar del día olvidé lo que me dijo.
Así que, aquella noche, arropado y acostado en mi cama, recordé lo que me había dicho. Me estremecí. Nunca pensé que esa cosa me seguiría hasta la privacidad de mi cuarto gracias a un descuido maternal. Pero me armé de valor y tomé mi almohada, la sacudí, la puse nuevamente en su sitio y puse mi cabeza encima de ella. Cuando me iba a tapar con las sábanas, vi algo que me hizo perder el aliento: El oso de peluche ya no estaba encima de la caja de juguetes… Estaba en el suelo, sentado, viéndome fijamente. Me le quedé viendo por, al menos, 1 minuto. Estaba esperando su reacción, algún movimiento, algo que me convenciera de que eso no era normal. Fue entonces, cuando fui traicionado por mi organismo, y liberé un bostezo, que me hizo cerrar los ojos. Al abrirlos, vi al oso, pero esta vez más cerca de mi cama.
Parecía que se acercaba. Miré a mi puerta, y comprobé que estaba cerrada. No había escape para mí ni para él. Durante esa distracción, perdí de vista el oso, y al regresar la mirada, noté que estaba al borde de mi cama. Casi me desmayo del terror. Retrocedí en mi cama, presa del pánico. No sabía qué hacer.
Entonces, parpadeé… ¡Y de pronto ya no estaba ahí! Miré a mi alrededor para comprobar que ya no estaba en ningún lugar. Aliviado, di un suspiro y recosté mi cabeza sobre mi almohada cerrando los ojos. Todo había sido una pesadilla quizás, una ilusión, una sugestión. En ese momento no pensaba en nada más que en el alivio que eso provocaba para mí.
De pronto, abrí los ojos, y… Ahí estaba él… En la cabecera, mirándome. Lancé un grito ahogado, y vi como el oso caía en dirección a mí.
Nunca volveré a ver un oso de peluche de la misma manera.
Después de todo lo sucedido, mi madre escondió el oso en su cuarto. La pesadilla terminaba. Un par de años después, decidí ponerle final al terror que me persiguió durante años. Me dirigí hacia la chimenea y la encendí. Fui hacia el cuarto de mis padres, y, con un acto de valentía, lo agarré. Lo llevé escaleras abajo, y lo arrojé al fuego. Verlo en las flamas era gratificante. Su cuerpo de felpa se incendió rápidamente.
Las llamas se avivaron y yo solo lo dejé consumirse poco a poco. Sus ojos y su nariz se derretían. Su rostro blanco dejaba de serlo y ahora era un negro, que con algo de tiempo dejó de ser lo que era antes. Todo desaparecía en el fuego, y con él mis temores. Ya no era su víctima, no más.
Mi vida después fue como la de cualquiera. La pubertad, la adolescencia, todo en mí cambiaba, y así quedaba olvidado el pasado. Viví y seguí mi rumbo como todos debemos hacerlo. Creo que, lo único que me espantó casi tanto como esa experiencia en mi infancia, fue una escena de la película Trainspotting, donde sale un bebé. No creo que pueda comparar esa escena con lo que viví, pero creo que fue lo suficientemente aterradora como para hacer que yo la compare con ella.
Cuando cumplí 19 años, estaba a punto de entrar en mi nueva casa. Me habían dado las llaves de la casa y estaba listo para configurar mis muebles. Después de horas de carga, que llevaba el cuadro definitivo del camión de extracción en la puerta y cerré la puerta detrás de mí. Me di la vuelta para ir a la cocina y lo puso sobre la mesa. Lo abrí para ver un gabinete. Lo saqué, entré en mi nueva sala de estar y la puse en la esquina, miré y pensé: "No me acuerdo de embalar este gabinete". Realmente no importaba tanto, ya que solo me había mudado a mi nueva casa.
Regresé a la cocina para agarrar mi televisor y lo traje a la sala cuando lo vi. El peluche, sentado allí, mirándome.