Cada vez que suena el teléfono de mi consultorio, se que del otro lado de la línea alguien me está pidiendo ayuda. Y es allí donde encuentro mi lugar como analista. En ese espacio que una persona abre entre la angustia y el dolor, entre la impotencia y el deseo de salir de un lugar de sufrimiento.
Cuando un paciente (padeciente) viene a mí, sé que me está invitando a compartir un desafío. El desafío de que lo acompañe en un recorrido tan incierto como peligroso: el que lo lleva al más profundo y secreto de su alma. ¿Qué hay allí? No lo sé. Cada persona es única. Su historia, sus anhelos, sus temores y sus deseos más profundos la convierten en un ser irrepetible, dueño de una verdad oculta que debo ayudarle a develar.