2. Caín

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La salvación de mis penalidades vino de una manera totalmente inesperada y fue acompañada al mismo tiempo de algo nuevo que ha estado actuando hasta hoy en mi vida.


En nuestro colegio había ingresado hacía poco un nuevo alumno. Era hijo de una viuda rica, que había venido a vivir a nuestra ciudad, y llevaba un brazalete negro en la manga. Iba a una clase superior a la mía y tenía unos años más; pero a mí como a todos, me llamó en seguida la atención. Este alumno tan sorprendente parecía mucho mayor de lo que en realidad era. A nadie le daba la impresión de que fuera un chico. Entre nosotros se movía extraño y maduro, como un hombre, como un señor más bien. No era popular, no participaba en los juegos y menos en las peleas; únicamente su tono seguro y decidido frente a los profesores nos gustaba. Se llamaba Max Demian.


Un día, como solía ocurrir en nuestro colegio, instalaron a otra clase en nuestra espaciosa aula, por no sé qué motivos. Esta clase era la de Demian. Nosotros, los pequeños, teníamos Historia Sagrada, y los mayores debían hacer una redacción. Mientras nos explicaban la historia de Caín y Abel, yo miraba de reojo la cara de Demian, que me fascinaba de manera extraña, y observaba aquel rostro seguro, inteligente y claro inclinado sobre su trabajo con atención y carácter. No parecía en absoluto un alumno haciendo sus deberes, sino un investigador dedicado a sus propios problemas. En el fondo no me resultaba simpático; al contrario, sentía algo contra él: me resultaba superior y frío, demasiado seguro de sí mismo. Sus ojos tenían la expresión de los adultos -que nunca gusta a los niños-, un poco triste y con destellos de ironía. Pero yo me sentía obligado a mirarle constantemente, me gustara o no; sin embargo, cuando él me dirigía la mirada, yo apartaba los ojos asustado. Si hoy recuerdo el aspecto que tenía Demian entonces, puedo decir que era diferente de todos los demás en cualquier sentido y que tenía una personalidad muy definida; por eso mismo llamaba la atención, aunque él hacía todo lo posible por pasar inadvertido, comportándose como un príncipe disfrazado que se encuentra entre campesinos y se esfuerza en parecer uno de ellos.


Al terminar las clases, salió detrás de mí. Cuando los demás se dispersaron, me alcanzó y saludó. También este saludo resultaba muy adulto y cortés, aunque imitara nuestro tono de colegiales.


-¿Vamos un rato juntos? -me preguntó con amabilidad.


Me sentí muy halagado y dije que sí. Entonces le expliqué dónde vivía.


-¡Ah! ¿Allí? -dijo sonriendo-. Conozco esa casa. Sobre vuestra puerta hay una cosa muy curiosa que me ha interesado desde que la vi.


No supe al principio a lo que se refería y me asombró que conociera mi casa mejor que yo. Debía referirse al escudo que campeaba sobre el portón; con el paso del tiempo se había desgastado y había sido pintado varias veces; creo que no tenía nada que ver con nosotros y nuestra familia.


-No sé lo que es -dije tímidamente-. Me parece que es un pájaro o algo parecido.


Debe de ser muy antiguo. Dicen que la casa perteneció antiguamente a un convento.


-Puede ser -asintió él-. Obsérvalo bien; esas cosas suelen ser muy interesantes. Creo que el pájaro es un gavilán.


Seguimos adelante, yo muy aturdido. De pronto, Demian se rió, como si se le hubiera ocurrido algo muy divertido.

DemianDonde viven las historias. Descúbrelo ahora