La Partida Eterna

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La lluvia golpeaba con fiereza la ventana de la habitación desde la que entraba la tenue luz que, a duras penas, escapaba entre las nubes grises que inundaban el cielo e iluminaba el tablero recién puesto. Dos figuras humanas envueltas en sombras apenas develadas por la débil luz de la chimenea flanqueaban la mesa donde se encontraba.

-Caballo f3 - dijo una voz gruesa y ronca mientras una de las figuras extendía una mano para realizar el movimiento.

El jugador de negras silencioso desde su sitio movió su caballo a f6, tras lo cual el jugador blanco respondió con peón c4.

Los largos silencios de la habitación eran solo interrumpidos por el sonido de las piezas al ser movidas y los sutiles toques al reloj que sonaron treinta y una veces.

-¿Cuánto estas dispuesto a entregar? -soltó el jugador de blancas.

-Todo -le respondió el jugador de negras mientras observaba como la arrugada mano de su rival quitaba su dama del tablero.

-Has perdido tu dama -espetó en tono burlón.- Esta partida es mía -continuó mientras colocaba la dama negra fuera del tablero.

-¿Acaso nunca aprendes? -volvió a responder sereno a la vez que alzaba su alfil.- Alfil por c4. Jaque -
la sombra de su rival se acomodó en la anticuada silla de madera tras entender lo que pasaba.- Sigues siendo el mismo niño confiado.

-¡No tienes nada que hacer! -gritó la voz mientras su mano arrugada y negra golpeaba la mesa haciendo caer las piezas.

-Yo... He vuelo a ganar -dijo a la par que extendía una pálida mano anciana para detener el reloj sin números.- Es hora de que vuelvas a donde perteneces.
-¡No podrás mantenerme ahí para siempre! -continuaba gritando ahora con una voz tan gruesa que parecía estar saliendo de distintas gargantas.

-¡Oh, mi rival! La eternidad será larga para ambos... -soltó tras guardar el último peón en una caja negra preciosamente decorada con imágenes de caballeros medievales y cerrarla con una tapa en la que una horrible talla de una cara de dientes afilados y enormes cuernos gritaba desesperadamente.

Las nubes cegaron el sol y la chimenea, con sus últimas brasas, revelaba ahora en la oscura habitación una mesa y dos sillas vacías.

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