Capítulo III

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Ya en el hospital, el escuadrón se dirigió hacía el final del pasillo, tenían órdenes de rastrear la zona y de apresar o matar cualquier signo de vida sospechoso que allí se encontrara. La sorpresa llegó cuando giraron la esquina y abrieron la puerta contigua... todos quedaron paralizados.

Allí, desparramadas por el suelo, había cientos de viejas camillas, de todos los colores que podían ser utilizados en una sala de urgencias: algunas que en su día debían de haber sido blancas como la impecable nieve , del azul de los arándanos y verdes como los caramelos de menta, ahora, yacían con tonos muertos sobre el suelo. Era una sala mal iluminada como ya habían supuesto desde el exterior por la escasa y tenue luz que salía del resquicio de la puerta, pero también era pequeña o por lo menos, lo suficiente para que estas camillas tuvieran que estar tan pegadas las unas a las otras que fuera imposible pasar de un lado a otro. Las paredes eran otro cantar, pese al olor a humedad que desprendían y a la sensación de estrechez que estas producían no se podía negar que su estado era bueno y que la capa de pintura, pese a estar desvaída no poseía ningún espacio sin color. Al mirar al techo advirtieron el porqué de la mala iluminación, ya se habían fijado en la falta de ventanas pero esto no les resultó raro dado al hecho de encontrarse en el sótano de un hospital, el caso es que del techo colgaba vieja y destartalada una pequeña y sobria lámpara, esta colgaba de unos cables pelados que salían del techo como si de una vieja hiedra se tratara, daba una luz débil pero que al menos, no parpadeaba.

Obviamente esto: una habitación mal iluminada y abarrotada de material hospitalario esparcido por la estancia, no detiene a unas personas especialmente entrenadas para inspeccionar sitios de esta índole, lo que les detuvo en ese momento fue lo que había sobre las viejas camillas: personas y más personas tiradas sobre estas, algunas sin brazos, otras sin piernas, algunas sin orejas y otras con la cara y el pecho tan desfigurados y amoratonados que en ellos podías ver todos los colores que el cielo te podía ofrecer. Por no hablar de los que sufrían en silencio con la espalda mirando al techo, los que parecían haber recibido todos juntos más latigazos de los que la Santa Inquisición asestó a aquellos que se revelaron. Y finalmente estaban los que ya se habían rendido y que con gran alivio y una gran y horrible sonrisa que solo poseen los que ya no estan en este mundo, habían dicho adiós. Los que quedaban no hablaban, los vieron, pero no les hicieron caso, callaban a la espera de que ellos pudieran decir adiós también y suspiraban y se lamentaban por ello. En su rostros se podía encontrar el rastro que dejan lágrimas de aquel que ha llorado hasta ahogarse con su pena y la de los demás. Había párpados tan hinchados que ya no podían abrirse si quiera y bocas tan llenas de lamentos y de la vida que a estas personas iban dejando escapar que se habían agrietado al punto parecer suelo desértico imposible de estirar más por peligro de fractura. Por esto los soldados no lograban comprender la enorme sonrisa de los que habían abandonado la vida, hasta que un señor rió, y señaló una grieta del techo. De ella surgió, flotando cual fantasma, una señora tan etérea que los hombres dudaron de la propia realidad de esta, y lo suficientemente hermosa para encandilarlos a todos, sus cabellos del color del chocolate hacían juego con sus labios del color de las cerezas recién recolectadas. Esta, pese a que había surgido en el ángulo idóneo para ver a los soldados no pareció percatarlos. Se fue acercando a los enfermos y todos la intentaron tocar, llamar o hacer cualquier cosa por obtener su atención, hasta que, finalmente está se paró delante de una de ellos lo miró y se inclinó a besar su frente. En cuanto lo hizo miles de imágenes salieron del hombre, imágenes de guerras, torturas, despedidas y pérdidas. Una vez terminada la secuencia el señor sonrió a la dama todo lo que pudo y no se volvió a mover, quedando con esa mueca que ya habían visto en los demás. La dama flotante cerró sus ojos y volvió a repetir la operación con varios abandonados más. Una vez finalizado su cometido mandó a todos callar y desapareció por la misma rendija, dejando a los enfermos deseosos de otra visita y al escuadrón con los ojos tan desorbitados que ni la dama con un beso habría podido cerar.

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