TRISTICIA

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  Había una vez, hace mucho tiempo, en un país muy, muy lejano, de nombre Tristicia, un niño llamado Mauricio. Mauricio se encontraba dentro de un alma feliz, pero los habitantes de su país no entendían su sonrisa. El niño disfrutaba con las pequeñas cosas de la vida, como lo eran comerse un bombón de chocolate y sentir la lluvia caer sobre su cuerpo en días calurosos. Ni sus padres, ni sus vecinos entendían su alegría ante cosas que ellos consideraban insignificantes y solo lloraban por las dificultades que se encontraban en su día a día: la rotura de una taza de desayuno, tener que ir a la despensa a por un cartón de leche, después de comprobar que el que había en la nevera estaba casi vacío, o coser un botón que se había descosido.
Un día, en el que Mauricio estaba feliz porque había pan con queso para cenar y decidió sonreír a sus padres en modo de agradecimiento, estos lloraron ante la incomprensión de la curva de sus labios ante un hecho tan insignificante. Como Mauricio estuvo a punto de unirse a su tristeza, abrió la puerta de casa y se fue a dar un paseo. Mientras caminaba para despejar sus ideas, miró al cielo. Aquella noche el firmamento estaba lleno de estrellas y decidió pedir un deseo. «Deseo que todas las personas que me rodean puedan sonreír ante la belleza de las pequeñas cosas». Después de aquello, siguió caminando. Hacía frío y el niño no había cogido abrigo, pero aquello no le paró. Anduvo y anduvo hasta que se perdió en la oscuridad de la noche. Era tarde y quiso volver a casa. Seguramente sus padres estuvieran tristes al descubrir que él no se encontraba en su habitación. Estaba todo muy oscuro y había caminado tanto que no tuvo claro cuál era el camino de regreso. Se sentía agotado y se sentó al lado de un árbol a pensar en la manera de regresar a su hogar. En aquella situación se encontraba cuando vio a un hombre acercarse a donde él estaba. Mauricio sonrió. Seguramente aquel anciano le podría ayudar.
—Buenas noches, señor. ¿Qué hace usted tan solo en una noche tan fría?
—Buenas noches, Mauricio. —El niño no se podía creer que aquel hombre supiera su nombre —. Eso mismo me pregunto yo. ¿Qué haces aquí, que no estás en casa con tus padres?
—Quizás he hecho mal, pero necesitaba despejar mi mente. Mis padres siempre están tristes y yo he estado a punto de unirme a su tristeza. He querido huir de la situación y me he puesto a caminar. Ahora no sé cómo volver a casa y aquí estoy, pensando en una solución.
—Entiendo. —El hombre sonrió. Era la primera sonrisa que Mauricio veía en toda su vida, cosa que le reconfortó. Aquel señor sacó un viejo abrigo gris de una bolsa de tela que colgaba de su brazo y se lo tendió —. Toma. Abrígate. Hace mucho frío y te vas a constipar.
Mauricio lo cogió y se lo puso. Le quedaba bastante grande, pero agradeció enormemente la generosidad de aquel anciano.
—Gracias, señor. Ha sido usted muy amable.
—De nada, chico. —Volvió a sonreír. Demasiadas sonrisas acumuladas en un pequeño lapso de tiempo. A Mauricio le gustó la energía de aquel hombre —. ¿Te puedo ayudar en algo más?
—Ya ha hecho usted demasiado dándome abrigo en una noche tan fría. Se lo agradezco enormemente. —Mauricio sonrío. Era la primera vez que no le juzgaban por la parábola ascendente de sus labios.
—¿Algún deseo para estas Navidades? —le preguntó el anciano.
—Disculpe que no le pueda responder a su pregunta —contestó el niño dubitativo—. ¿Qué son las Navidades?
El anciano no dejó de sonreír. Parecía que aquella pregunta no le pillaba por sorpresa.
—Las Navidades son solo una excusa más para juntarse con los seres queridos que todavía están con nosotros y sonreír —explicó el hombre.
—¿Y qué pasa con los que no están? —preguntó el niño —. Mi madre llora cada día por la ausencia de mi abuela. —El niño se quedó pensativo—. Yo la entiendo, pero prefiero sonreír al recordarla. No puedo hacer nada, por mucho que llore.
—Tienes toda la razón del mundo. Eres un niño muy inteligente. —A aquel señor no se le borraba la sonrisa de los labios. Mauricio ya no tenía frío, ni por fuera, ni por dentro. Aquel hombre le transmitía una paz y tranquilidad que no había experimentado jamás en su corta vida—. Ahora dime. ¿Cuál es tu mayor deseo?
Mauricio pensó durante unos segundos. Tenía muy claro cuál era su mayor deseo, pero tenía entendido que si se lo explicaba a alguien no se cumpliría. Como pensó que llevaba muchos años deseándolo y aquello no había ocurrido no vio ningún inconveniente en contárselo a aquel hombre.
—Deseo que todas las personas que me rodean puedan sonreír ante la belleza de las pequeñas cosas —dijo sintiéndose liberado, por alguna razón.
—¿Confías en mí? —le preguntó el anciano con una sonrisa aún mayor.
Mauricio no solía hablar con desconocidos, sus padres le solían advertir acerca de aquello. A pesar de eso, ya llevaba un rato hablando con aquel señor que hasta el momento solo le había ayudado. No todo el mundo tenía que ser malo. ¡Claro que confiaba en él!
—Confío en usted —respondió, con convicción.
Después de decir aquello, de detrás de unos árboles, salió un trineo el cual iba presidido por nueve renos. Mauricio no se podía creer lo que estaba viendo, pero, en vez de asustarse, sonrío aún más. De sus ojos cayeron lágrimas. Pero no eran como las de los habitantes de Tristicia. Eran lágrimas de felicidad.
—Pues sube. Vamos a repartir sonrisas —dijo aquel anciano con alegría.
Mauricio subió al trineo, al lado de aquel hombre. Aquella noche, polvos de color dorado cayeron sobre Tristicia, haciendo que todos los habitantes de aquel país tan, tan lejano, substituyeran sus lágrimas por sonrisas de oreja a oreja.  

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⏰ Last updated: Jan 09, 2018 ⏰

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