Mírales, allí van, son los duendes nocturnos.
Van volando por el cielo, alumbrando más que cualquier estrella, asomándose en todas las ventanas, pero se posan únicamente en la que esconde el alma más solitaria.
Van a invadir su sueño, sin aviso ni consentimiento. Van a arrojarle a un mar de dudas e inseguridades, y una vez que lo hagan, nunca regresará la calma.
Se acercan, acarician suavemente su preciosa cabellera, y con un leve soplido sus ojos se abren, su mente despierta.
Comienza entonces un vals de susurros. En él, el sueño danza por resistir y el odio lleva el compás para vencer su propósito; minuto después lo ha conseguido, y la melodía que acompañaba sus pasos se apaga, ahuyentando a los sueños, que van corriendo a esconderse bajo la cama.
Oscuridad.
Silencio.
La pequeña víctima pronto conocerá el miedo.
Sus pensamientos empiezan a dar vueltas en un carrusel de angustia y odio, pero lo que no sabe es que son ellos los que verdaderamente controlan lo que piensa, haciendo de todo lo ducle amargo, y de todo lo tímido, insolente.
Pasan días, años, y los duendes nocturnos han hecho su trabajo.
Ese alma solitaria ha ido agrietándose noche a noche, ha quedado rota en pedazos. Ya no busca ayuda. Ya no confía, ya no siente. Pues se dio cuenta de que cuanto más altos eran sus gritos, más sordo el oyente.
Quién estuvo allí, si no su triste y temblorosa sombra, cuando, cada noche, ellos acudían. Su única oportunidad fue aprender a ser fuerte.
Ninguno la reconoce, unos dicen que está loca, por estar pensando en duendes; otros, los que son como ella, piensan diferente. Pero ni una pizca queda de aquella niña que un día dormía plácidamente sobre su cama, con pensamientos inocentes.