Trapped

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   La brisa marina le traía el sabor salado del mar, el canto de las gaviotas  y se llevaba sus esperanzas de libertad.

   En la oscuridad de la cueva un hombre de aspecto cansado, con ropas deshilachadas buscaba algo con que distraerse.

   Hacía meses sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra, había memorizado cada rincón y túnel de la cueva y sobretodo había buscado la forma de escapar. No existía una a menos que ahogarse y ser comida de peces contara como una; debió haber aprendido a nadar cuando tuvo la oportunidad. Cuando se sentaba en un trono de oro y nácar.

   ¿Quién iba a decir que un rey terminaría exiliado en una cueva rodeada por el mar?

   Un año exacto llevaba en ese lugar y agradecía profundamente al alma benévola que de una u otra forma le hacía llegar agua y algo de comida cada día o habría muerto en poco tiempo.

   Mientras sus ojos buscaban una distracción las paredes de roca comenzaron a vibrar al ritmo de una canción. Una voz dulce, hechizante, capaz de transportarle.

   Embelesado empezó a seguirla sin poner mucha atención por donde sus pasos marchaban, hasta detenersr a punto de poner un pie en el agua. La melodía se había detenido.

   Con todas sus fuerzas deseó que esta continuara, deseó fervientemente volver a escucharla sin importar lo que pasara.

   Un tenue destello bajo el agua atrajo su atención. Por un instante sintió temor de que algún mosntruo de los que tanto le aterraba hubiera escapado de sus pesadillas. Sin embargo, se equivocó.

   Era una chica acercándose a la superficie. Su cabello ondeaba como si poseyera vida propia, sus ojos de un profundo azul oscuro se asemejaban al profundo mar y las diminutas olas parecían rendirse para dejarla pasar.

   El hombre impactado por la encantadora aparición cayó de rodillas sobre el borde de
la roca. Y ella emergió de la líquida superficie con el esplendor de un volcán en
erupción.

   Su mirada era salvaje y su cuerpo descubierto también, al igual que su dorada cola de
pez.

   Acercó sus delicadas manos a él, quién incapaz no se pudo mover. Sus dedos trazaron el contorno del rostro del hombre con la delicadeza de una exquisita fragancia y lo atrajó hacia sí.

Unió sus labios en una tierna caricia y se fue sumergiendo de apoco arrastrando al desdichado que tanto le temía al agua.

   Hechizado, no se separó de ella ni siquiera cuando el salobre fluido acuático le cubrió, ni siquiera cuando el último soplo de vida sus pulmones abandonó.

Profundo temorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora