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-¡El cliente, siempre tiene la razón! – Grito John, mi jefe. Apretando los puños a mis costados, solo puedo asentir en un vago movimiento de cabeza. – Es tu 5° falta muchacho, así no puedo tenerte. Pasa mañana por el dinero, estas despedido. – Un nudo casi toxico se forma en mi garganta. Con un poco de rapidez levanto la cabeza, causando una leve molestia en mi cuello, caminando con pasos veloces alcanzo a mi jefe.

-Por favor, no. Deme una nueva oportunidad. – Imploro, pero el hombre solo puede seguir caminando e ignorándome. – Se lo ruego. – Mis rodillas caen al suelo, junto las manos en mis pechos e inclino la cabeza al suelo. – Por favor. – No sé cuántas veces repito esas palabras. Pero no doblega, solo me ignora.

-No puedo, muchacho. – Repite y se marcha a su oficina. Las lágrimas no se hacen esperar, la humillación consume mi cuerpo. Me siento tan pequeño y vulnerable, tan inestable que solo puedo aferrarme a la idea de la perdición.

Con tan solo unos miserables billetes en mi cartera, camino de nuevo a mí ''hogar'', las calles están vacías, oscuras y frías.

¿Cuántas veces he pensado ya en el suicido?, pensarlo es tan fácil, pero no es fácil llevarlo a cabo. No cuando tiene tres preciosas chicas por las cuales luchar. No son mi responsabilidad, eso lo sé. Nadie me obliga a responder y ayudarlas. Pero ellas me necesitan tanto como yo las necesito a ellas, cruzando la calle vacía, logro visualizar las pequeñas lucecitas, todos ellos amontonados a un lado de una vieja fogata, con sus cigarros, cervezas y drogas. Las lágrimas se amontonan en mis ojos, esto no es vida, claro que no lo es. Con un asentimiento de cabeza, saludo a los muchachos, chicos y chicas que se encuentran en nuestra misma posición perdidos y desesperados por pedir ayuda. Aferrándose a la bolsa de pan algo tieso, camina hasta su casa poniendo aquella dulce sonrisa falsa, no se necesita de mucha fuerza, para forjar la puerta, con un suave empujón esta abre. Dos pequeños traviesos corren hacia su cuerpo y lo abrazan. Jimmy con sus grandes ojos grises lo mira con curiosidad, para luego arrebatarle, la bolsa donde viene el pan, con desesperación saca un pequeño trozo y lo come muy lentamente, como asegurándose de que es real. Un pequeño tirón en su vieja camisa lo hace bajar la cabeza, ahí está ella, su hermosa niña Hellen, una pequeña y dulce niña de cinco años, sonriendo le muestra sus dulces dientes.

-¿Cómo te fue? – Pregunta aquella dulce voz. Levanto mis ojos y la contemplo, una pequeña y dulce jovencita de quince años. April inclina un poco su rostro, oscuras sombras bajo sus perfectos ojos color miel, sus labios un poco partidos y su cabello espeso y brillante, ahora esta opaco y delgado.

-No... – Meneo mi cabeza con irritación. La compresión cruza su rostro, sus grandes ojos brillan y se dirigen hacia los mellizos que felizmente comen pan, en el suelo rustico y de arena. Ella camina lentamente hacia a mí, su cálido tacto me reconforta y lo hace aún más cuando me sonríe, cuando sus labios se curvan en una sutil y pequeña sonrisa. Ella es la única que sé que me entiende, la única razón por la que me mantengo en pie, es como un rayo de luz que se abre paso en el océano. Es como moisés y el mar rojo. Tan raro, exótico y extraño.

-No importa. – Susurra. Su voz un poco entrecortada. – Juntos lo lograremos. – Me alienta, con otra pequeña y bonita sonrisa. Asiento, porque es verdad. No me detendré en mitad del camino, no es por mí por quien hago esto, lo hago por ella y sus hermanos. April, fue muy considerada cuando me dejo entrar en su pequeña familia, ella era mucha más fuerte que yo. Ella nunca supo de sus padres, criada por su tía, y por ella misma abandonada con sus hermanitas en un miserable depósito de basura. Aprendió a defenderse y a luchar por sus pequeñas hermanos. Nunca se detuvo a pensar en si estaba bien o mal, ella solo actuaba porque sí, porque sus hermanos irían primero siempre.

Jugaron unas dos horas risas aquí y allá, haciendo sonidos extraños y riéndose de las cosas más inocentes y puras. Tal y como los niños son, ambos mellizos de cinco años, son los que hacen que mi bujía funciones, son mi motor para nunca detenerme, pero si hablamos de gasolina, esa parte es April, fundamentalmente importante en mi vida. La noche llego y todos dormían, yo verdaderamente lo intentaba, pero no podía evitar la realidad, mañana sería un nuevo día, iría al pequeño café y recogería una mínima parte de dinero que si acaso alcanzaría para la poca comida de dos días. Se deslizo muy despacio por la pequeña sala, donde todos dormían encima de unas pequeñas bolsas negras, y una vieja toalla sucia y maloliente. Ya en la pequeña cocina improvisada, tuvo que tapar su nariz con las manos, los olores fecales se hacían notar con gran intensidad. Un pequeño plato de acopar, descansaba en la mesita hecha de madera. Sopa de tomates, literalmente era sopa de tomates, un poco de agua del rio Bogotá, que vale decir es bastante desagradable, con unas cuantas rodadas de tomate. Esto no era vida, no era una vida digna para niños, que merecían vestir bien y comer bien, no solo sopas de tomate, niños que merecían lavarse el cuerpo con aguas limpias y tibias, no con aguas de olores desagradables, donde millones de locos, drogadictos y enfermos mentales hacia sus necesidades fisiológicas. El Broms, no era un barrio realmente querido, no había presencia siquiera de la policía. De todos los barrios de Bogotá, el Broms era el peor. Colombia ocupaba uno de los cinco puestos de los países más violentos del mundo. Desplazarse no era una buena idea, tengo dieciocho años, muy pronto fuerzas militares me forzaran a pagar servicio militar, la libreta militar es una obligación para obtener trabajo. Una necesidad que en mi caso es bastante obvia.

Dejando un suave beso en la frente de los niños y una sutil caricia en la piel de April Salí a la calle, el frio calo en mí ser. Bogotá era frio y peligroso. Por el cielo oscuro, no debían ser más de las cuatro de la mañana. En una hora con unos minutos de más, sería el crepúsculo, April ama esos fenómenos raros de la tierra. Era invierno, y aunque no nevaba, si caía granizo, cruel y doloroso granizo.

Vagando en las frías calles, miraba los carteles con desilusión. Todos parecían querer personas estudiadas y con experiencia. Pero nadie entendía que había personas con una suerte desbastadora, con un destino cruel y con una suerte del asco. No sé cuánto tiempo habrá pasado, pero las seis de la mañana ya se acercaba, todas las tiendas comenzaban a abrir sus puertas. A unos cuantos metros de donde me encontraba un súper mercado se encontraba abierto, canastas con verduras y frutas frescas se asomaban ahí afuera, no había nadie cuidándolo. Era su oportunidad.

Mordiéndome el labio inferior, recogió del suelo una bolsa plástica azul con líneas blancas. Con pasos litigiosos, se acercó a la pequeña tienda, una mirada disimulada a su alrededor, todos parecían concentrados en limpiar, barrer y ordenas sus negocios para el cliente. Unas cuantas papas, zanahorias, limones, tomates, uvas, fresas, manzanas fueron lo que cupieron en la bolsa. Preparándose para correr, con su mano libre tome un ramillete de bananos donde mínimo venia cinco o seis juntos.

Con un nudo en la garganta, un ardor en el estómago y mi visión nublosa por las lágrimas, corrí, corrí con aquel mal en el estómago, con aquella extraña sensación de mal, me sentía tan mal. Me sentía como aquel niño de siete años que vio la vida de sus padres correr frente a sus ojos.

No, no podía hacer esto. Estaba mal, sus padres lo habían criado con la idea de que hurtar estaba mal, muy mal. Las cosas se deben ganar, las cosas se deben respetar. Se debe trabajar por lo que queremos. Con un suspiro de derrota, camine de vuelta al pequeño súper mercado, donde un hombre de edad avanzada estiraba sus cabellos y lanzaba maldiciones.

Esto es lo correcto. 

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⏰ Last updated: Mar 26, 2019 ⏰

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