1700

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Caminaba con la mirada perdida, ni siquiera era capaz de distinguir el suelo. Quizá era por lo hinchados que estaban sus ojos: toda la noche sin dormir tenía sus consecuencias, más aún si la noche en cuestión la pasaba llorando. Quizá era porque realmente no quería ver nada, ¿qué sentido tenía? No había motivos para seguir avanzando, o eso era lo que se repetía una y otra vez mientras arrastraba los pies en dirección a ninguna parte.

Había pasado año y medio y a veces volvía, en forma de sueño, de imagen, de recuerdo. Había quemado todos los cuadros para cuidarse en salud, pero la mente es asquerosamente traicionera, por lo que de vez en cuando, como si del mismo Diablo se tratase, le traía a la memoria todo eso que no quería que volviese, el origen de sus horas de insomnio y llanto, para burlarse de la peor manera.

Decían que incluso en la oscuridad se pueden distinguir atisbos de luz. Quería convencerse de ello, se lo repetía una y otra vez para ver si conseguía metérselo en la cabeza aunque fuese a golpe de autotortura. Pero no, no veía la luz, ni su atisbo, ni siquiera la pequeña llama de una cerilla que pudiese iluminar su camino en las tinieblas.

Así como iluminaban las velas la última vez que había estado allí. Todo era tan diferente entonces... Gala, pomposidad y exceso en absolutamente todo lo que los rodeaba, así era como se hacía en la época. La música sonaba envolviéndolo todo, creando una atmósfera de deliciosa vitalidad que sentía fluir por cada una de sus arterias.

Tenía ganas de vivir, de sentir, como cada uno de los días que se sucedían. Pero no se le pasó por la cabeza, ni en un millón de años, que aquel día sería tan diferente a todos los demás. El hermoso principio de un final sin precedentes, un final amargo, seco y triste.

La gente corría, saltaba, danzaba, reía. Era lo que tenían las fiestas, ¿no? Y aunque las adoraba se sentía diferente, como si desde el principio lo supiese sin querer. A lo mejor decidió ignorarlo y dejarse llevar. A lo mejor decidió aceptar su destino aún imaginándose cuál sería el final. A lo mejor debía ser así.

Disfrutó como siempre y a la vez como nunca, ese era el cometido de aquel momento y aquel lugar, lo demás era irrelevante. Entonces vio su mano acercarse y aceptó su ofrecimiento, bajando su vista al suelo porque sólo quizás acababa de ver los ojos más brillantes que había visto jamás: dorado intenso en el exterior, verde hierba en su interior. Una combinación demoledora decorando una sonrisa digna de ser penada por la ley.

Pasó su mano por el costado de camino a su baja espalda y un escalofrío recorrió su cuerpo sin venir a cuento. Había pasado por la misma situación miles de veces, por el amor de Dios. Pero no podía mirar sus ojos, no podía. Se dejó llevar por el balanceo, por la música, por la vida misma ocupando el aire de aquella habitación, dando tantas vueltas que pensó que en algún momento la comida abandonaría su organismo por culpa del inminente mareo que estaba a punto de sufrir.

Sonreía, como nunca lo había hecho. Y vivía, como nunca lo había hecho. Cerró los ojos y se entregó al momento, adiós a todo lo demás, ya no era necesario en absoluto. Y al abrir los ojos todo había cambiado. Ese verde bañado en dorado miraba de otra forma, estrechándose aún más en su cuerpo, y seguramente sus propios ojos miraban de otra forma, porque sintió su mejilla mojada y antes no estaba así.

Había recorrido el mundo de fiesta en fiesta, de salón en salón, pero nunca antes había sido de esa manera. Se sintió bailar por primera vez, dejándose adueñar por un arte que seguía unos pies que no eran los suyos. Por fin era como debía ser...

Abrió los ojos y volvieron a llenarse de lágrimas. Maldita mente traidora. No había más fiestas, ni más bailes, ni más pompa, ni la maldita luz de las velas ni la de una maldita cerilla. Sólo sus pies arrastrándose dirección a ninguna parte.

Y el amargo recuerdo de cómo se siente al bailar por primera vez.

1700Donde viven las historias. Descúbrelo ahora