A los diez años no tienes idea de cómo es el mundo. No te pones a analizar qué puede ser de tu futuro, tu paradero en veinte años, no te propones aprender de lo que te rodea, aunque lo hacemos inconscientemente de alguna manera. A los diez sólo quieres jugar con las tarjetas de baseball con tus amigos y ver quién tiene las mejores. Sólo quieres patear el balón hasta que tres horas después te canses y vayas por un poco de agua para seguir jugando. Considero que, prematuramente, se me ha acabado la etapa de creer que el amor es sólo una palabra.
También considero que nunca he sido ni seré alguien a quien le gusten las cosas simples, las cosas por defecto. Nunca me gustaron los ojos cafés ni el cabello castaño, aunque tampoco es que no los aceptara. A lo que he de llegar es que Marianne tenía los ojos y el cabello y la piel más diferentes que alguna vez vi en la década del primer a los diez años de mi vida. Ella tenía el cabello rojizo anaranjado, y los ojos grises, tan grises que podrías confundirlos con los de una persona ciega. Y tenía miles de pecas en el rostro, no eran constelaciones, eran las veinte mil millones de estrellas de una galaxia; y su piel no era blanca normal, tampoco blanca amarillenta o bronceada, era blanca pálida. Hacía que sus cabellos anaranjados brillaran con más vida de la que aparentaban tener.
A ella la observaba desde la parte trasera del salón de blancos ladrillos, en los momentos vacíos que uno tiene cuando divaga en medio de las palabras de la profesora, en ese momento, en el que el sol estaba lo suficientemente bajo para entrar por los cristales de la ventana, la veía. Su cabello relucía emparejándose con los rayos mañaneros. Pero ella era insegura, podía notarlo porque bajaba la cabeza de vez en cuando y cada que la profesora le hablaba, parecía que la espantaba. Perturbaba su cantar interno.
Aunque ella no era como yo. Ella llevaba el cabello ondulado, desenredado y peinado en un bun que dejaba caer algunos mechones por los lados de las orejas, mientras que yo llevaba el cabello desordenado, con los cabellos tan juntos que casi hacían rastas con mis rizos. Ella tenía la letra más bella que se puede tener a los diez, y yo llevaba patas de araña en mis cuadernos. Siempre ella traía dinero para comprar su almuerzo en la cooperativa de la escuela, y yo tenía que aguantarme el hambre hasta llegar a casa.
De vez en cuando las palabras autoritarias de la maestra me sacan de mi trance. -¿Estás poniendo atención? –Se dirige a mí la maestra, que se ha plantado a mi lado. –Sí, sí profesora. Disculpe. –Se había dado cuenta de que estaba divagando de nuevo. Volteé mi cuerpo de nuevo hacia la pizarra poniendo mi barbilla sobre mi puño.
Al primer descanso de quince minutos del día era el tiempo para comprar el almuerzo de media mañana. Dejábamos las cosas en el aula para no cargar, la escuela era lo suficientemente pequeña y segura para hacerlo. Ese era el primer día que mamá me había puesto el lonche en la mochila después de dos años de crisis financiera, y como ya tenía en la mente la idea de que no tenía almuerzo, se me había olvidado en el salón.
Volví a entrar para recogerlo, y mi sorpresa fue que a ella también se le habían olvidado unas monedas para completar lo del suyo. Me detuve en la puerta un momento, pero no pude silenciar mis pasos pues había llegado corriendo. Ella volteó a verme; y pensé que volvería a posar sus ojos en su mochila para seguir buscando, pero dentro de todo, ella habló. Y me sorprendió ese hecho, pues nunca habíamos cruzado palabras. –Hey, uh, cómo estás. –Se notaba su esfuerzo por iniciar una conversación, lo cual me hizo inmensamente feliz. –Uh, bien, eh, ¿Te ayudo a buscar algo? –Me acerqué a su lado.
-No, no, ya lo encontré. ¿Tú qué viniste a buscar? –Su cuerpo rotó completamente para mirarme a los ojos. Yo quedé sin palabras ante ellos, sin embargo, con la consciencia para responderle como piloto automático. –Uhm... vine por... mi... mochila. Digo, por mi lonche. –Estúpidamente apunto hacia mi lugar y voy corriendo hacia él para ocultar mi sonrojo. No sé si pude o no, pero al regresar con la bolsa, ella me estaba esperando en la puerta. -¿Quisieras sentarte conmigo hoy? –No podía si quiera hablar porque sabía que mi voz se quebraría de la emoción, así que asentí.
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Décimo de Cuentos Cortos
RandomDiez cuentos que nada tienen que ver con la realidad, ninguno igual.