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Amanezco con una sonrisa y reviso mi despertador...las ocho. ¡¿LAS OCHO?! Maldita sea, ¿quién fue el infame que lo apagó?

—C-Cereeeeebroooo.

Ah, claro. Lo olvidé. Siempre aparece algún tipo que viene a toquetearme la cara, con su mano huesuda, por el agujero de la pared, se ve que en unas de esas presionó el botón.

Me levanto, estiro mis miembros y me aproximo al brazo que gira, golpea mi lámpara y tira las cosas de la mesa de luz.

—¡Bien! Está entero —. Lo arranco sin mucho esfuerzo y lo guardo con los otros. La verdad, son muy útiles. Tengo tres rascadores de espalda, cuatro tutores para plantas y un perchero (este último a veces me deja caer la ropa, hay que pegarle para que funcione).

Hace unos cuantos meses me mudé a este suburbio, al principio todo bien, el alquiler medio caro y la gente un poco seca, pero desde que en el informativo anunciaron sobre una extraña enfermedad, ha ido para mejor. La mujer no volvió a cobrarme nada, tengo luz gratis gracias a una pequeña adaptación de los cables (en realidad es un rallador de queso atado a una antena vieja, esta se une al contador y ahí tengo de sobra, bueno, eso sí, los días de tormenta se puede llegar a prender fuego todo) y hasta el vecino me regaló su auto deportivo. Simplemente se chocó contra el cerco, se bajó, y se fue andando raro. Creo que no le gustó haberlo rayado.

Bajo por las escaleras, escuchando los golpes y los alaridos a lo largo del perímetro. Salir por la puerta es complicado, lo voy a admitir.

—¡Ábrame, por favor, ábrame!

Ruedo los ojos, ¿quién es, jodiendo temprano?

—¡Ya voy! —arrastro los pies con lentitud. La persona sigue gritando, qué insistente—¡Qué ya voy!

Abro, mostrando la cara que cualquier persona que continúa en pijama pone.

—¿Qué desea, señor? —El tipo trae un libro negro. Ah...no me digas.

—Por favor —su rostro de pánico me descoloca, ¿tan mal me veo? Suelto un poco de mi aliento y lo huelo, frunzo el ceño. Mierda, última vez que me cepillo los dientes con el dedo— déjeme entrar.

—Disculpe, pero soy budista. Debería probar en otras casas —. Sonrío a modo de disculpas. Ya he recibido a muchos de estos, con tal de que les prestes atención, inventan cualquier cosa. Una gitana (lo supuse porque andaba envuelta en trapos hasta la cabeza) me empujaba la puerta la otra vez para que la dejara pasar, no sé qué quería.

—Usted no entiende —mis vecinos se están acercando, interesados en escucharlo— ¡Este libro es muy importante, contiene la salvación de la humanidad!¡DÉJEME PASAR!

—A ver señor, entiendo que la Biblia...

—¡NO ES LA BIBLIA! —Se desespera.

—La Santa Biblia, perdón...

—¡TIENE LA MALDITA CURA, ESTÚPIDA!

Ruedo los ojos y le cierro la puerta en la cara. Grosero. Así no llegará a ningún lado.

—¡No necesito una cura espiritual, señor! ¡Estoy en equilibrio con todos los seres vivos!

Por suerte la gente lo sacó de ahí luego de unos minutos, menos mal, era un violento. Tuvieron que tirársele encima para que se calmara.

Después de desayunar jugo de naranja y unas buenas tostadas, me vestí y salí afuera.

Tengo dos tipos de vecinos, los sociables, y los que saludas desde la calle y cierran las cortinas rapidísimo, o te miran a través de las tablas. Sí, eso es lo malo, aquí son medios tacaños. Entiendo que el precio de las rejas llega a ser disparatado, pero tampoco da para que tapien cada apertura como si estuvieras en guerra, ¿dónde quedó el buen gusto?

Mi novio huele mal.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora