La mujer gigante

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El silencio era demasiado denso en aquellas colinas guardadas en el olvido de los hombres.

La mujer gigante estaba triste. El viento seco de esa noche de otoño acariciaba su impoluto y blanco cuerpo plenamente desnudo, mimaba sus carnes sin que se diera cuenta.

Dirigió la vista a las estrellas del firmamento dando de lleno con los diminutos fragmentos de cristales brillantes esparcidos sin cuidado por el abismo obscurecido. Cualquiera hubiese estado tentado a levantar las manos y tratar de tomar en la palma un puñado de luceros, ella misma lo había hecho en el pasado, pero sabía que el resultado solo sería un dolor desgarrador al salir su mano de la atmósfera. Trató de no suspirar, pues una emanación de sus labios podría convertirse en un tornado capaz de demoler enteramente los bosques más cercanos.

Permaneció sentada sobre sus desnudas piernas que perfectamente podrían poseer ya raíces enredadas en ellas después de tanto tiempo en ese estado de parálisis, ya que  desde que poseía uso de razón había permanecido en esa posición a causa de no quebrar el mundo bajo sus pies o elevar el torso al mismo nivel que las estrellas.

Su bello rostro ya no poseía facciones propias, sino las creadas por el monótono asedio de la absoluta estática, ni siquiera el sonido lograba llegar a sus tímpanos presos en la altura. Era como vivir encerrada en una burbuja de  metal, anhelos y tristezas.

Deseaba vengarse de aquel ente, dios, o lo que fuese que la había traído al mundo con esa abominable forma, pero su cólera no podía ser aplacado ni en forma de palabras, un solo susurro sería equivalente al estruendo más violento y atroz enfrentado por la creación.

La mujer gigante nació para ser gigante, nació gigante y como gigante, jamás vivió, solo fue gigante.

Ahora, a mil años de ese nacimiento, por fin un acto de humanidad. Y, sobre las colinas guardadas en el olvido de los hombres, las mujeres, los monstruos y los gigantes, por fin llovió.

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