El amor en tiempos de guerra.

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Guerra civil, febrero de 1814, Argentina.
Bombardeos, luchas, muertes, estruendos y ruidos que ensordecían a miles de personas. Llantos ahogados, pena y pérdidas eran lo que rodeaba a la Argentina reluciente que todos conocíamos. Familias enteras, niños, adultos, todo lo que puedas imaginar. Sangre, roja y mórbida sangre, sangre sedienta de más sangre, el suelo sediento de muerte. Las almas sangraban, dolidas por el sufrimiento de un país que lo perdía todo. Perdía patria, perdía lucha, perdía vida. Nada había que hacer, pero a la vez todo. Gritos de agonía, desesperación, sin saber que más hacer. Yo sólo veía, observaba de lejos a aquellas dos mujeres detrás de un débil muro que no impediría nada. Solo un abrazo, y el amor perdura. Sólo un abrazo se necesita, porque el amor no muere. Resiste bombas, resiste luchas. El amor no se ensordece. No se guarda, se tiene, se entrega y se recibe. El amor no calla,  grita con una voz que nunca quedará muda. Que curioso sería que sólo sobrevivieran a esta guerra quienes en realidad se aman. Tal como las flores, tal como la vegetación, el amor nunca muere por completo, el amor vuelve a surgir, vuelve a renacer. Ellas sólo se preocupan por amarse, no importa cuando sea el fin. Y de hecho, ¿Cuál es el fin? ¿Existe un fin?
Yo estaba en paz. Estaba calma, porque veía gente amarse en lugar de no saber que hacer. Si fallecían, lo habrían hecho con la persona que querían para el resto de sus vidas. ¿Qué había mejor que eso? Esperen, ¿Hay algo mejor?
Y hoy dejo de escribir en este pequeño diario, porque probablemente sea mi último día aquí; pero si ya no regreso, que sepan que morí feliz.

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