Como siempre - La flor marrón

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Los sonidos de los cláxones y el aroma a pastel de choclo inundaban la plaza de Dos de Mayo a las nueve y cuarto de la noche. El baño público de la vereda expelía una extraña mezcla entre cloro, orines y aloe vera. Las luces de los autos que circulaban combinaban perfecto con los antiguos faroles e iluminaban vagamente y con un color ocre las partes bajas de los edificios. Todo esto hacía mas grato la vuelta a casa de Arnaldo Cuesta hacia su departamento en el Edificio Casa Blanca de la Avenida Garcilaso de la Vega. Cada sonido, luz y aroma era su compañía perfecta para caminar esas 5 cuadras hacia la recepción del inmueble donde lo esperaba el portero para decirle como cada noche: "Buenas noches joven" (aunque no lo fuera ninguno de los dos). 

Para Cuesta, todo fluía perfectamente. Durante 47 años había ido y venido desde el mismo paradero hacia el mismo trabajo y siempre había llegado a la misma hora. Ninguna manifestación, ni carnaval callejero lo hizo llegar ni volver ni un minuto tarde ni a la casa ni al trabajo. Este hombre podía tranquilamente haber superado un récord, pero nunca le preocuparon los títulos ni nada parecido; todo lo que cabía en su mente y corazón era su esposa. 

Se casaron en una humilde iglesia del centro del Rímac y no invitaron a nadie al evento, cuando salieron de la iglesia vivieron su luna de miel en la tranquilidad de su recién estrenado departamento con un poco de café y panes con jamón con la TV prendida mientras daba "Noticia al vuelo". Sara lo esperaba todos los días las nueve y media de la noche con la cena ya lista y el televisor conectado para que el girara la manija y lo encendiera como a diário.

Arnaldo estaba acostumbrado ya a caminar observando como poco a poco los jóvenes salían a exhibirse y ganarse el pan del día siguiente. Siempre admiraba el mismo panorama, pero ese jueves algo muy distinto llamó su atención. Una jovencita de 18 años aproximadamente estaba parada en una de esos oscuros y anaranjados callejones. Llevaba un corto vestido rojo, y unas pantys con encajes. Tenía una pequeña mancha marrón con forma de flor en el hombro. Gracias a los altos tacos que llevaba se disimulaba entre los demás varones. En su cara había un maquillaje pulcro y para nada cargado, sus labios dibujaban valles y sus dientes mordían las esquinas de ellos (quién sabe, por los nervios quizás). 

Arnaldo se detuvo y se enraizó al pavimento ensimismado por la muchacha. No era su vestido, ni sus tersas piernas lo que le llamaban la atención. Pensó en miles de hipótesis para explicar su reacción, pero se estremecía por dentro con una disonancia cognitiva entre: es porque es la única mujer o algo más -que no sabía qué- le llamaba la atención. Lo más lógico era sorprenderse por su género, pensó; pero en realidad le daba mas credibilidad a ese: no sé. 

Era inicio de verano, y las garúas empezaban a humedecer el aire de la ciudad. Si la gota no caía exactamente en su párpado superior, no despertaba de aquel lapsus. El agua activó un primitivo impulso y su cuerpo giró en contra de su voluntad, automáticamente sus pies volvieron a andar pero a penas tres pasos. Llevaba la cabeza gacha sin quererlo así, ya no miraba a la muchacha del vestido rojo pero cuando alzó su vista, descubrió directamente a la razón de que haya dejado de caminar: su vecina.

Mirtha Gonzales, vecina del departamento del costado, introducía su mirada puntiaguda a los ojos de Arnaldo. Tomó aire y con un aire violento le dijo: 

-¡¿Qué hacías babeando por la esa putita Arnaldo, que no piensas en tu esposa o qué viejo verde!?

Arnaldo con la misma neutra expresión que usaba para caminar a diario la ignoró y sin darse cuenta la tomó el hombro y la arrimó sin suavidad para seguir su camino. Mirtha contuvo la respiración con un gesto de sorpresa, se sentía como un general indignado por el desacato de algún cabo novato si hablamos con términos militares. Pero así se quedó, con la boca cerrada y ni siquiera volteó para verlo, solo siguió su camino hacia la tienda de abarrotes. 

Arnaldo dobló la esquina y para cuando se dió cuenta ya había entrado al edificio.

-Buenas noches Joven- dijo José, el portero

Arnaldo lo miró, y como nunca siguió su camino sin devolverle el saludo. Subió las escaleras y a pesar de que llevaba las llaves en el maletín, tocó la puerta, como siempre.

AngelloWhere stories live. Discover now