Hasta aquí llegamos nosotros. Éste es
nuestro dominio. Así es nuestro contacto.
Los dioses nos oprimirán más fuertemente.
Pero eso sería ya cosa de los dioses.A la orilla de la barca, los dedos de Will acarician las aguas gloriosas del río. Hay algo en la aspereza de la piel desnuda que imita el dulce claro de luna, algo en la sangre que desde su rostro escurre hacia los páramos de la carne; la arrancada, profanada carne. Y algo, quizá, en el modo en que su crimen se enjuaga entre la sal de esa corriente tormentosa, arrastrando todo mal contra el reflejo de los cielos en los que rompen. No queda más que su silueta abrazada bajo el dominio de la noche, ante los ojos de quien, en silencio, lo contempla y adora, en los inicios de esa nueva piel.
Los ojos entristecidos, ausentes le devuelven la mirada. Se encuentran ambos en una complicidad tan íntima, tan arraigada, que de pronto Hannibal se halla cercano al otro cuerpo, despedazando la distancia que retiembla a su paso. El terroso aroma de Will se mezcla con su cruento renacimiento, y lo colman; desbocado aquél que muere sediento de su gusto, de su ser. Divino el mortal hombre que somete a tal bestia a sus pies.
—Háblame de aquel verde y oloroso atardecer, cuando tendida junto a la ribera escuchaste la risa de Antínoo desde la barca dorada de Adriano, y cómo lamiste la corriente calmando tu sed y contemplaste con ardor y avidez el cuerpo de marfil de aquel joven y singular esclavo, con una granada en los labios.
Will, entonces, se pone de pie y retrocede un paso. Esa risa melodiosa de sus labios emana, ese querer insensato en el rostro de su igual se muestra. Esos amantes de antaño encarnan en los cuerpos de tales monstruosidades. Hannibal lo moldea con el roce de su aliento, lo cautiva con la tersura de su palma contra su cuello. Pero el río ya ha arrebatado de sus manos la gloria, ya ha susurrado al oído de su muchacho el canto de un amor más bello, pasional, etéreo.
—Antínoo se sacrificó para dar a Adriano un largo reinado.
El contacto de sus labios calla ese veneno. Hannibal saborea las deliciosas ruinas de su boca, desentierra sus intenciones, calma su hambre con la amargura del rico carmesí. Cuán ansioso se ve él, Will, entre sus brazos, probándolo tan exquisitamente como lo hizo ese joven, terrenal esclavo con el gusto de una granada, a ojos de su enloquecido amante. Cuán derrocado se ve al fin ese emperador al saberse doblegado por el amor que tiene que ofrecerle. En su beso, hay un agrio horror; está la pérdida incauta que duele en Adriano por el resto de sus lunas, de sus estrellas en nombre de Antínoo, de ese credo que gritará desde las entrañas en honor a su amado.
—Ésta es tu traición. Éste es tu diseño.
Asiente, y cede al vértigo de la caída, aferrándose a Hannibal para morir con él en la marea salvaje de la alevosía, para suplicarle que escuche el corazón que el Nilo ha querido tenderle.
Tal vez Dédalo debió enseñarle a volar. ¿O es que él nombrará esas aguas con la sangre que ahora las tiñe?
NOTA
En realidad, se dice mucho de la muerte de Antínoo,
pero todo es incierto. En este caso, decidí hacer esa interpretación
con la creencia de que Will, al saltar con Hannibal, apuesta por su suerte.
Y sobre todas las cosas, de algún modo lo salva, le ofrece ese largo reinado
si es que ellos sobreviven a la caída. Aquí, ése es su sacrificio.Por cierto, el primer diálogo proviene de "La Esfinge", de Wilde.
Y los versos iniciales de Rilke.DEDICACIÓN
A mi querida Tones, Blase_Schild, porque, hey, al fin y al cabo
fuiste tú quien me empujó al abismo de esta obsesión, y te lo agradezco.
Gracias por todo este tiempo colmado de buenos ratos, de tramas preciosas con personajes
que lo son aun más, y por estar aquí. Sincera y humildemente.