Recuerdo que hace diez años, por designios del destino, me fui a vivir a un pueblo remoto al oeste de España. Este pueblo, "cuyo nombre no quiero acordarme" era realmente sorprendente. En el predominaban los alcornoques nuevos descolchados y los olivos cargados de aceitunas, campos extensos y urbe pequeña, donde veía a humanos ladrar más que perros y a perros hablar más que a humanos y es que ciertamente, ese pueblo era sorprendente. No uso el presente porque gracias a dios en la actualmente ya no vivo allí, y es que el haberme ido allí ha sido una obra milagrosa de Dios, lástima que aún no sepa cuál dios ha sido de tantos que hay para así poder adorarle y agradecerle que me eximiera de mi calvario. No quiero recordad cómo acabé allí pero recuerdo con eterno placer, como el que te da una cama blanda y una almohada mullida, el día que me fui de allí para no volver.
No exagero, querido lector, cuando le digo que dentro de la locura que impera en España allí la hay más, porque la desproporción y el esperpento más grotesco del ser humano hallaron cobijo en ese pueblo que me tocó vivir. No transmito odio en mis palabras, sino estupor, porque si tomamos España como un individuo y a cada una de sus ciudades como una célula se podría decir que España tiene un cáncer, porque en mi vida había conocido a niños con tanta maldad, codicia y astucia ni a ancianos con tanta inocencia –no ignorancia-. Si he de sacar algo positivo de ese pueblo es que allí nadie era tonto, porque todo el mundo se sabía la vida de los otros –y lo que no sabían simplemente se lo inventaban-, y usaban la información que poseían para su uso personal, y os aseguro queridos lectores que el uso personal de esa información les salía muy rentable y productivo.
Vivía lejos de mi colegio, y para mi desgracia, el instituto que me tocaba ir al año siguiente estaba al lado del colegio. Recuerdo las horas que me pasaba andando por la carretera para llegar al colegio, horas que me pasaba en la más estricta soledad leyendo cualquier cosa que sacaba de la biblioteca, horas que para mí han sido altamente productivas y que si no las hubiera tenido tal vez sería el doble de ignorante de lo que soy ahora. Salía a las siete de la mañana para poder llegar a las ocho y media al colegio, aguardar veinte minutos esperando a mis compañeros con la compañía de un libro, y luego llegaba a mi casa alrededor de las tres. Se podría decir que hasta aquí todo era una buena vida, pero ya en la escuela empezaron mis males.
Mis compañeros de clase me mostraron un mundo que desconocía, un mundo que superaba con creces cualquier mundo de una novela juvenil de Laura Gallego, un mundo donde los preadolescentes fumaban, bebían –si querían- y ya iban a la discoteca, ¡a la gran discoteca del pueblo! Recuerdo que las malas lenguas decían que allí entraba quien quisiera independientemente de su edad, pero para el ayuntamiento eso tuvieron que ser solo rumores, porque para mí era un secreto a voces y hasta los secretos más discretos de uno los acababa sabiendo todo el pueblo. Tal vez esto sucedía así porque la discoteca -que cerró un par de años más tarde- era de las pocas "cosas" que traían dinero y turistas al pueblo, porque dudo que haya personas que fueran a visitar el pueblo para ir a su museo insignia, "un museo para un trozo de madera" ¡Quién lo diría! Ahora mismo se me viene a la cabeza las continuas faltas de respeto que mis compañeros de clase profesaban a un profesor a punto de jubilarse y este, de la impotencia, lloraba intentando que nadie lo viese y yo, en lo personal, sentía profunda pena por él pues yo en el futuro me veía practicando su mismo oficio.
Nunca se me dio bien socializar, pero tuve la suerte de no tener la necesidad de socializar allí porque no lo deseaba para nada, yo sabía nada más pisar un pie en ese pueblo que yo me iría y que no volvería, entonces ¿para qué tener "amigos" allí? Me pasaba el día en la casa leyendo y escribiendo, de hecho escribí un libro –que ocupaba tres libretas de ochenta páginas- llamado Tommy y Nina que me gustó, la verdad es que a día de hoy lo sigo considerando mi mejor texto, y eso que lo escribí con tan solo once años. Si os preguntáis donde está pues os diré que un compañero mío de clase me hurtó las libretas y las quemó porque decían que solo eran garabatos. Tras eso recuerdo que entré en shock y estuve una semana entre lloros, pena, y noches en vela, tanto que necesité del psicólogo del centro para reponerme. Eso del psicólogo no lo desaprovecharon mis compañeros de clase para hacerme la chanza y decir que yo estaba loco y la verdad es que eso no me ayudaba. Tal era mi tortura que en mis largas noches recordaba a mis amigos de verdad, a mis compañeros de clase de verdad, a aquellos que dejé atrás cuando me arrastraron a ese pueblo que quería acabar conmigo –y que casi lo consigue-, y me dije: "Debo de ser fuerte, esto no será eterno." Y ay cuanto de equivocaba, pues aunque solo estuve allí cuatro años la verdad es que para mí fueron como cuatro vidas condenas en el infierno.
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¿Álex?
Non-FictionEsta historia me la contó un familiar lejano mío y yo deseo compartirla con ustedes.