Yuuri en San Valentín

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No acostumbraba celebrar el día de San Valentín.

Cuando era niño me apenaba encontrar chocolates en mi pupitre.

En especial de aquella niña con quien casi no tuve trato, que era tan tímida como yo. Esa vez tenía forma de corazón, envuelto en papel aluminio rojo.

Yo, sensible a las burlas de mis compañeros, decidí dejarlo “olvidado” en el salón de música.

Más tarde ella lo encontró y me estuvo siguiendo para devolvérmelo, justo en el momento en que me defendía de la burla de Nishigori al decir que todo eso era insignificante para mí. Yuko, nuestra amiga, la vió detrás de mí, cuando echó a correr luego de botar su chocolate a la basura.

En ese momento no supe entenderlo, por mucho que Yu-chan me hubiera regañado.

En secundaria empecé a darme cuenta de que esto de San Valentín no era lo mío, al ver cómo otros compañeros recibían sus chocolates, esmeradamente hechos por las chicas que los admiraban.

Al principio temía que me tocará a mí. Pero transcurrieron esos años y nunca recibí nada. Me sentí ignorado, y creí firmemente que quedaría solo, para siempre.

Tal vez fue el castigo de Kamisama por haber desairado a mi compañera de primaria, de la cual ahora quisiera recordar al menos su nombre.

En preparatoria, dedicaba todo mi tiempo extraescolar entre clases de ballet y prácticas en la pista de patinaje; que si bien ya lo hacía desde antes, ahora se había vuelto más intenso.
Estudiaba mucho y practicaba mucho más.
Había una oportunidad de intercambio para Estados Unidos que tenía que conseguir a como diera lugar.

Recibí chocolates y un par de declaraciones de parte de chicas muy bonitas. Pero creí que el noviazgo interferiría con mis planes y me disculpé con ellas al tener que rechazarlas.

Tal vez por eso no volví a recibir más chocolates que los de mi madre, mi hermana y de Yuko, aunque ésta última le dedicaba los mejores al buen Nishigori.

Minako, mi maestra de ballet, siempre me regañaba, decía que debía ser más abierto con la gente, pues eso no iba a quitarme nada.
No lo entendí en ese momento.

En Detroit solíamos reunirnos esa tarde especial.

Phichit, desde entonces ya mi mejor amigo, se entusiasmaba con las costumbres de aquí, ya que en su país, Tailandia, había celebraciones de bodas de formas muy singulares, en un ataúd, en un parapente, o debajo del mar.

Pero como día de amistad solamente lo habíamos visto aquí, eso se volvió motivo suficiente para festejar.

Salíamos con nuestra amiga Ketty, poniéndonos de acuerdo para ir a desayunar, al cine o al parque de diversiones.

Solo salí una vez con una chica, pero la relación no duró más de una semana, y no coincidió con San Valentín.

De esta experiencia, Ketty quiso explicarme que no podía estar solo toda la vida, pero no pude entenderlo.

Solo tenía un objetivo. Ser el mejor patinador de mi país.
Participar en competencias internacionales y subir al podio. Competir contra Víktor Nikiforov. Hacer que conociera quién es Yuuri Katsuki, al ponerme a la par de el. Parecía un sueño imposible. Pero debía intentarlo.

Vinieron las competencias.

Bastante difícil pasar cada fase. Mucha gente hábil y fuerte. No iba a dejarme vencer, tenía que darles pelea.

Lo conseguí.

Llegué a las nacionales en Japón. Tuve mi certificación, y empecé a competir contra los mejores del mundo.

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