Cuarta Confesión

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Con el paso del tiempo me acostumbré a mi nuevo estilo de vida.

Me acostumbré a mi hogar y a los humanos que vivían conmigo, a sus voces, sus risas, sus gritos y sus enojos. Los fui conociendo profundamente día a día y desarrollé una especie de cariño por ambos, una clase de cariño desconocida para mí hasta el momento. No era el mismo que tenía por mis hermanos ni por mi madre. Este cariño era más fuerte, dependiente. Y en cierta forma... aterrador. Fue totalmente repentino y desconocido para mí darme cuenta de este sentimiento.

Todo comenzó aquel día. Aquel día en el que noté que comenzaban a cambiar lentamente el orden habitual de nuestro hogar. Movieron muebles, sacaron adornos y pusieron todo lo pequeño y frágil en cajas. Poco a poco los espacios se hicieron más amplios y el ambiente... más pesado.

Podía sentirlo; el aire y los aromas con los que tanto me había familiarizado cambiaban constantemente y no se sentía bien. Ni jugando con las cajas vacías que ellos me dejaban yo lograba ignorar la pesadez y el malestar que mis dueños no exteriorizaban.

Aquello me ponía nerviosa. Los veía y oía igual que siempre pero en el fondo sabía que no eran los mismos. Algo extraño que no lograba descifrar les estaba pasando y me angustiaba no entender.

Luego de tres semanas el lugar quedó prácticamente vacío.

-Adiós, Raspy.- Aquella tarde mi dueño de cabello negro se acercó a mí para acariciarme la cabeza. Se puso de cuclillas para verme de cerca y estiró su mano suave hacia mí. Me encantaban sus caricias por lo que no me negué ante su sorpresiva muestra de cariño. Él tenía un modo particular de hacerme sentir tranquila. Transmitía tranquilidad, siempre era así.

Sin embargo aquella vez no fue igual. Su tacto no me transmitió sosiego y cuando lo miré no entendí su estado decaído. Parecía estar desanimado por algo, a pesar de que una sonrisa le surcaba los labios como la mayoría del tiempo. Sus ojos negros me miraban de una forma extraña.

Inquieta, me alejé de él para acurrucarme entre dos de los pocos muebles que quedaban en el salón: el sofá y la pequeña mesa del centro. Aquella mesa baja que siempre solía estar llena de comida chatarra, botellas, y que hasta a veces era usada por mis dueños como apoya-pies, ahora estaba completamente vacía.

-¿Mangel?- El otro humano castaño apareció en el salón, y pude ver cómo el pelinegro suspiraba sin borrar aquella sonrisa extraña.

Quise rasguñarlo para que cambiara esa cara desconcertante.

-La voy a extrañar.- dijo poniéndose de pie.

-Puedes visitarnos cuando quieras.

-Vale, vale.- volvió a suspirar.- De todos modos no será lo mismo.

-Mírale el lado bueno, tío. Ya no tendrás que cambiar su caja de arena.

No entendía de qué hablaban, pero estaba segura de que las risas que soltaron no eran normales. No eran iguales a las que yo ya les había escuchado miles de veces conviviendo con ellos. Definitivamente algo estaba pasando y no saberlo empezaba a fastidiarme.

-¿Quieres que te ayude a cargar lo que falta?

-No hace falta, Mangel. Sólo quedan las cosas de Raspy. Lo demás ya se lo llevó la mudanza.

-Vale...

Observé curiosa aún desde mi lugar cómo los humanos frente a mí se miraban como si fueran extraños.

Nunca los había visto mirarse así. Como si no supieran qué decirse.

Comencé a rasguñar el sofá a mi lado, disfrutando de lo reconfortante que era sentir mis garras presionando contra la tela.

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⏰ Última actualización: Feb 24, 2018 ⏰

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