La dernière rose

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Bang. Un golpe de fuego, un disparo que ahoga una vida. Bang. Igual al ruido que hacíamos con los labios al jugar. Somos niños jugando a la guerra con brillantes armas y relucientes balas de plata. Bang. Pero lo que me dispara y se hunde en mi corazón no es una bala, es su mirada, y la cruda realidad de que tiene la llave de mi corazón. Bang. Somos niños jugando con armas de sentimientos.

—Mark, ¿me estás escuchando?

Su voz me regresa de mi letargo, melodiosa, dulce, de mujer, no, de ángel.

—Lo siento—me oigo decirle—. Estaba distraído.

Ella pone en blanco sus hermosos ojos grises, su cabello cae sobre sus hombros al inclinarse más sobre mi pupitre para ver mi libreta de dibujos, Diana es probablemente la única persona que puede usar una camiseta tres tallas más grande y verse elegante, siempre está impregnada de esa galantería que yo no poseo ni poseeré.

—Te preguntaba qué dibujas—dice con paciencia—. Te veías muy ensimismado en ello.
—¿Qué crees que dibujo?—le pregunto con ironía, ella mejor que nadie debería de saberlo.
—¿A mí?—lo lanza en forma de pregunta pero lo dice con voz de respuesta.
—Genia—le respondo y escucho cómo se ríe, todo en ella es casi teatral, cierto pero falso a la vez, cualquier chico mataría por tenerla al lado todos los días, poder admirarla infinitamente, de forma incondicional, también yo lo haría. Si tan sólo fuera ella la que interesa.

Una mujer vieja y ceñuda entra en el aula callando al instante el bullicio matutino, con su sola presencia, todos callan, a pesar de su edad va perfectamente erguida, el cabello blanco le cae a media espalda y alrededor de ella se ciñe un vestido negro de los años cincuenta, Brigitte, o Lady Brigitte como le hemos dicho siempre, es la profesora más vieja de esta institución, prácticamente la ha visto crecer.

—¿Cuándo será que dibujes a mi hermano?—me susurra Diana al oído sobresaltándome y mandando descargas eléctricas por mi sistema nervioso.
—Cuando deje de ser tan terco—le digo en un susurro evitando la mirada arenosa y hastiada de Lady Brigitte, mi amiga tan sólo ahoga su risa con otra frase ingeniosa.
—Para eso falta mucho ¿no lo puedes hacer más pronto?
—Claro, qué piensas de hacerlo el día en que la enfermedad se erradique—le respondo fingiendo escribir en mi cuaderno de notas lo que empieza a dictar la vieja urraca.
—Creo que él estaría dispuesto a renunciar a su orgullo unas horas—me regresa abriendo su cuaderno y buscando en antiguos apuntes para entretener sus manos—. Además, los Allamand tenemos fama de ser comprensibles.

No puedo evitar soltar un resoplido de risa ante su sarcasmos y eso hace que Brigitte se gire adusta para identificar el sonido, me obligo a agachar la cabeza y contengo la respiración hasta que reanuda su parsimonia.

—Eres mucho más fácil de dibujar que tu hermano—le digo en respuesta sin verla para no parecer sospechoso.
—Pero ciertamente no más hermosa—me responde con sinceridad, eso al menos no se lo puedo discutir, ella, aún con sus ojos turbios, su piel blanca y su cabello color miel no iguala la belleza del primogénito de sus padres.

—Eres bellísima.
—Pero no más que Víctor—me dice escurriéndose en el asiento mientras Lady Brigitte coloca un cassette  sobre la historia de la literatura, nadie más que ella emplea cosas tan arcaicas—. Es una lástima que él se haya quedado con todo el atractivo.
—Eso quisiera él Dianita—le digo con la voz burbujeante por la risa; el silencio se apodera de ambos y cuando voy a sacar un lápiz para seguir mi dibujo un pequeño proyectil de papel cae sobre mi carpeta, tomo la bola arrugada y la extiendo leyendo una letra pulcra y apretujada que reza una especie de oda a la testarudez de Víctor.

—¡Diana!—le reprendo levantando la voz más de lo que debo y Brigitte se da la vuelta indignada, maldita seas Allamand.
—¡Joven Ustinov! ¿Algo que compartir con la clase?

La derniére rose Donde viven las historias. Descúbrelo ahora