Ha debido esperarme impacientemente, pero con tiempo para improvisar una exquisita bienvenida. La cosa es que esa noche, en vez de llegar como cada viernes a las nueve de la noche, por cosas de un brindis corporativo, he llegado a casa cerca de las once. Ni bien entré, y no le adjudico mi percepción del momento a las copas de más, he sentido un aire enrarecido en el ambiente. Cierto perfume exótico, tal vez saumerios de la India, quizás esencia de frutales frescos, pero igualmente fuera de lo normal. A media luz el fondo del pasillo que lleva a nuestro cuarto, la antesala permanecía en penumbras y casi a ciegas.
Un destello de velitas rojas perdidas tras algunos adornos de porcelana, sobre la chimenea, temblorosas señalaban una suerte de sendero que desembocaba en la cocina, pero que, y a su vez, se detenía frente al bar, donde dos finas copas resplandeciente de burbujas agitaban mis neuronas.
-¡Laura! -susurré tímidamente proyectando mi voz hacia las sombras, y nada. ¡Laura!, insistí con marcado ánimo en el tono. Nada. Caminé algunos pasos más, dejé el maletín a un lado de las escaleras y seguido pronuncié dos o tres veces más, una tras otra, su nombre por lo bajo.
Cuando pasaba junto al sofá de la sala, camino al bar, sentí derepente sobre mi pecho una presión pulsante que me paralizó en el envión; casi de inmediato, alcancé a visualizar con mayor precisión la silueta de Laura acostada sobre el sofá. Sobre mi pecho y pulsante, había detenido mi andar su delgada y elástica pierna, calzando en sus pies un elegantísimo par de zapatos tacón aguja. Instintivamente me incline hacia ella, suavemente, y ahí nomas sentí cómo jaló en seco de mi corbata hacia abajo y estrelló sobre mis labios la pasión de sus besos.
Sin soltar la amarra que me sumía a su voluntad, se reincorporó del sofá, a escasos centímetros frente a mí, y fue allí que sentí en frenético suspiro, sus uñas afiladas en mi cuello; luego, lamió el rastro ardiente de su dominio. Aproximó su rostro al mío, me apuñaló con su mirada y me dijo: "-Bienvenido, querido. Hace rato te esperaba". Entonces caminó frente a mí, sin soltarme en ningún instante, abriéndose camino por entre las sombras y más allá del bar, sin tocar siquiera las copas, me condujo directo a nuestro cuarto. De la excitación que tenía, no recuerdo haber pronunciado palabra alguna.
Una vez allí, parados frente a la cama, me quitó la corbata a tirones firmes y sin miramientos, la usó a modo de venda para mis ojos, me quitó el saco, me abrió la camisa lentamente, botón por botón, y al cabo pude sentir entonces, sobre mi pecho, la ardiente pasión que le quemaba por dentro. Besó, lamió y succionó. Su lengua se restregó sobre mis tetillas y aún un poco más abajo, mientras de mi boca se escapaban suspiros.
Por un breve momento se apartó de mí y me dejó desorientado en aquel contexto; y a pesar de que hasta el momento no había usado de mis manos más que para rozarla al descuido, cuando volví a sentir su presencia próxima a mí, estaba a mis espaldas; entonces llevó de a una mis manos hacia atrás, rodeando mis gruesas muñecas con fríos metales, y allí me dejó esposado. Luego me rodeó con sus brazos por la cintura, besando suavemente mi cuello y hombros, y me quitó el cinturón de hebilla. Al cabo volví a sentir su presencia frente a mí, y esta vez sentí como una columna de besos hormigueaban por debajo de mi ombligo, eran calientes y húmedos; me desprendió el pantalón y tomó de lleno mi verga en excitación; me jaló hacia atrás delicadamente, dejando tersa mi piel, y engulléndome vorazmente, después de un delicioso momento, logró con el solo movimiento de sus manos hacerme acabar en su boca hasta la última gota.
Hasta aquí la experiencia había sido exquisita; pero después de tragar todo, quitó la corbata de mis ojos, me liberó de las esposas y se tendió sobre la cama por un instante, de espaldas a mí, y finalmente elevó sus caderas para enseñarme el palpitar de su sexo empapado. Sin pensarlo dos veces, me arrojé boca arriba en la cama, dejando mi rostro enfrentado a su sexo, y devoré con todas mis ansias su coño chorreante. Acaricié su nalgas, las abrí, las palmeé, las apreté y presioné contra mi boca, para hacerla estallar finalmente como a una loca. Gimió, gritó y suspiró; contrajo cada músculo de su pelvis, sus piernas y abdomen hasta lograr relajarse, después de haberle dando un respiro de ventaja.
La vi tendida y relajada, de espadas a mí y con las piernas separadas, casi sin reacción. Pero yo estaba nuevamente excitado, con mi puñal de nervios entre las manos y el instinto salvaje a punto. La miré por largo rato mientras me estimulaba en silencio y de pie junto a la cama. Cuando se percató, como volviendo de un largo sueño, levanto a penas su cabeza y la inclinó hacia donde yo estaba; tenía las manos cruzadas por debajo de la almohada y una sonrisa de oreja a oreja. La miré lujurioso, como fuera de mí, y me aproximé. Sentado sobre el borde de la cama, saqué de un cajón de la cómoda otro par de esposas y le dije: "Esto aún no acaba".Entonces tomé delicadamente sus manos y coloqué en cada una de ellas un par de esposas; la sujeté al respaldar de la cama y la dejé ahí por un instante. Mientras, me miraba fijamente, cuando podía, mordiéndose los labios y frotando su sexo entre las piernas. Tomé mi cinturón de hebilla, lo doblé en pliegues iguales y le azoté levemente, sin ánimo de hacerle daño; pero lo hice a gusto de ambos. Sus nalgas coloreaban en convulsión, y a ratos me pedía que le diera más y más fuerte. Solté el cinturón y comencé a nalguearla, valiéndome solo de mis manos. Por cada nalgueada, una caricia. Por cada caricia, un pellizco.
Así y de a poco, cuando noté su cuerpo en excitación, mis dedos frotaron presurosos su sexo nuevamente mojado, a la vez que comencé a estimular su pequeño y lúbrico orificio trasero. Una vez que mis dedos se abrieron paso con laboriosidad por entre sus nalgas, la tomé por la cintura y la acomodé a cuatro patas. Pegando mis caderas a las suyas, coloqué mi punta de lanza en el portal de las delicias y me fui abriendo paso entre sus gemidos. Hasta el fondo y sin pausa, clavé en ella toda mi bravura. Sujeté con firmeza su cintura nuevamente, con una de mis manos, y con la otra jalé de su cabellos en balanceos rítmicos que nos involucraban a los dos en una misma danza animal, e hicimos del tiempo un fuera de tiempo, casi eterno. De embestida en embestida nos hicimos uno; y mientras nuestras pieles ardieron como al calor de una hoguera, el sexo se nos hizo una quimera, transfigurándonos el uno en el otro, uniendo dos almas en un cuerpo.Armando Ferri - PÁG 69
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¡Bienvenido, querido!
RomanceUn mujer vuelve a casa motivada y decide demostrarle a su esposo las virtudes de amor.