La estrella de Leo

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Cada noche de luna llena soñaba con sus hipnóticos ojos oscuros y, a pesar de que en mí visión los destellos de su cabello claro casi conseguían deslumbrarme, no lograban nublar mis recuerdos. Para ser sinceros, jamás me resultaba desagradable rememorar esos instantes felices. Es más, recordarle siempre le aportaba a mí tedioso día a día una reconfortante pizca de bienestar.

Al amanecer, cómo cada mañana, ya calzaba mis horrorosas botas de goma y vestía el mono raído heredado de mí madre para disponerme a cumplir con mis tareas matutinas en la granja. Y, aunque odiaba el desagradable hedor que desprendían las heces del ganado, ya a duras penas conseguía distinguir su mal olor. Mí olfato ya hacía tiempo que se había acostumbrado a él.

Al acabar las clases, cuando el sol ya desfilaba por el horizonte, me apresuré para disfrutar de mí paseo vespertino. Empecé a dedicarme este tiempo a mí misma en busca de una salida para el estrés que me producían los estudios además del interminable quehacer del negocio familiar, y acabó convirtiéndose en parte de mí rutina diaria. Realmente disfrutaba de esos instantes de soledad, de sosiego, en los que la brisa mecía los maizales susurrándome momentos memorables que ya creía olvidados.

Otra vez Leo se colaba en mis pensamientos y, ya estirada sobre el pasto que vestía el prado, contemplé ensimismada el manto de estrellas que salpicaba el cielo. Cuando éramos niños, Leo y yo solíamos intentar unir las estrellas con los dedos trazando senderos imaginarios. Senderos que fantaseábamos que exploraríamos juntos algún día.

Con el paso del tiempo, y muy a mí pesar, me percataba de que cada vez me estaba convirtiendo en una chica más solitaria e introvertida, que no tenía metas ni ilusiones. Vivía ligada a mí niñez, al pasado. Pero es que, a medida que iba creciendo, sentía que no encajaba en la vida que vivía. Cómo si fuese una pieza extraviada. Una pieza de otro puzle. Al regresar a casa me metí en la cama dispuesta a entregarme a un reparador sueño que confiaba lograría poner en orden mis pensamientos.

Al día siguiente, subí al autobús escolar con energías renovadas, pero el despreciable de Ron Bennett se apresuró en intentar tirar mí ánimo por los suelos. El pequeño de los Bennett, del cuál su condición no correspondía para nada con su envergadura, no es que tuviese una cruzada personal en mí contra, es que gozaba mofándose de las particularidades de los demás cómo si jamás se hubiese mirado en un espejo.

A pesar de todo, sus palabras hirientes ya apenas conseguían causar efecto alguno en mí. Había escuchado tantas veces cómo me comparaba con todas las cosas pálidas y blanquecinas del universo que ya no le prestaba atención. Aunque me sorprendía que un zoquete cómo él conociese tantas palabras distintas.

La verdad es que yo no tenía la piel curtida de mis padres. Ni siquiera conseguía broncearme en pleno verano. La piel blanca, al igual que en mí tez nívea, se extendía por todo mí cuerpo con una luminiscencia inusual.

Al llegar al instituto, de nuevo en compañía de mí misma, me encaminé hacia el aula de ciencias. Poco me esperaba yo que ese día no estaba destinado a ser un día cualquiera, un día más. La jornada me regalaría un reencuentro con alguien al que no esperaba volver a ver. Alguien que estaba esperándome sentado en mí pupitre. Y, a pesar del tiempo que había transcurrido desde la última vez que le vi, le reconocí al instante. Leo estaba de vuelta en Southern town.

Me bastó una mirada suya para comprender que la felicidad por el momento compartido era mutua. Pero sentimientos no fue lo único que me despertó la cercanía de Leo. Nada más sentarme a su lado mí piel se erizó y noté cómo si una energía magnética me uniese a él instantáneamente.

Durante las clases apenas intercambiamos impresiones banales. Leo no contestó a ninguna de mis preguntas. No me explicó que había sido de su vida desde que se marchó del pueblo. Ni el motivo de su repentino regreso. Sin embargo, le seguí a través de los abarrotados pasillos del centro cómo si conociese de antemano a dónde se dirigía.

LA ESTRELLA DE LEODonde viven las historias. Descúbrelo ahora