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Era una tarde fría de invierno. Me dirigía hacia la puerta para salir a mis clases de violín. En el camino, me detengo a observar una pequeña mariposa la cual se había quedado encerrada en mi habitación. Abro la ventana para que, así, pueda salir volando. Al abrirla, un frío viento me golpea la cara erizándome la piel, mas aún así la mariposa se dirigió hacia su fría libertad. El viento iba en su contra pero, airosa, salió de aquella triste pero acogedora habitación.
Miro mi reloj. Las agujas marcaban las cinco y cuarto. Se me hacía tarde. Abro la puerta con la mirada aún en mi reloj y salgo hacia aquel estrecho corredor. Emanaba un olor a galletas recién hechas por la puerta de mi vecina. Se le habían quemado y por ende, acelero el paso para, así, no oler ese hedor del pasillo.
Entro a el ascensor, toco el botón de la planta baja lo más rápido posible. Cuando estoy abajo, me percato de que me había olvidado el violín arriba. Al subir ya se me había hecho tarde. Vuelvo a bajar en aquella caja de metal y salgo por el portal.
Acelero el paso lo más que puedo. Empieza a lloviznar pero ya no podía volver, era demasiado tarde. Me cubro con mi chaqueta que, a duras penas aguantaba la lluvia que cada vez se intensificaba. Intento ir por debajo de los balcones pero, por el viento, las gotas me seguían golpeando. Hubo un momento de calma pero casi al instante inició de nuevo, esta vez más fuerte.
Me llaman. Era mi profesora de violín. Canceló las clases.
En ese momento pensé que ya no iba a tener forma de resguardarme del diluvio sin embargo, vi como la luz de un pequeño local iluminaba la calle mojada y decidí, después de un largo momento, a entrar.
—Hay alguien ahí —dije con voz temblorosa por el frío.
—Sí —respondió una voz grave — , ¿quién es?
No respondí.
—Entra, no te vayas a mojar —dijo entre risas suponiendo que yo ya estaba empapada cosa que así era.
Bajé las empinadas escaleras cautivamente para así no caerme. Entré en una sala penumbrosa y polvorienta en la cual había un hombre anciano sentado en un sillón rojo sucio. Este, era un escritor por lo que había en la sala. Máquinas de escribir, muchas estanterías llenas de libros, varios borradores de lo que podía ser un relato, hojas entre los tablones de madera que había en el suelo de lo que podía ser una estantería rota...
El lugar parecía estar abandonado y en ruinas.
El anciano se percató de que estaba mojada y se fue a buscar una toalla. Mientras, yo seguía observando a aquella habitación polvorienta.
—Ten —me dijo el anciano ofreciéndome la toalla que, sin motivo aparente, estaba como nueva.
—Gracias —respondí —. Mi nombre es Cello.
—Encantado, Cello. Soy Donato.
—¿Donato de Cervantes? —pregunté ya que conocía un escritor con ese nombre.
—El mismo —respondió perplejo ya que nadie con quince años lo conocía.
Con suerte había visto algún que otro libro suyo en la estantería de mi padre pero nada más.
—¿Has leído algún libro mío?
—Sí —mentí.
Me preguntó si quería algo caliente para tomar. Yo asentí. En el momento en el que se fue a prepararlo aproveché para irme de aquel lugar tan sumamente extraño.

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⏰ Última actualización: Mar 08, 2018 ⏰

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Tristes flores marchitasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora