23| Cena

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Cuatro días después, mi trasero está sentado en la furgoneta de Reed mientras este conduce hacia la zona oeste de la ciudad

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Cuatro días después, mi trasero está sentado en la furgoneta de Reed mientras este conduce hacia la zona oeste de la ciudad.

Es la zona más cálida del estado, por no decir la de las casas más ostentosas también. Las mismas van volviéndose más y más grandes a medida que avanzamos hasta que solo queda un barrio privado con seguridad personalizada. Miro distraídamente por la ventanilla preguntándome cuando saldremos del atajo. Pero Reed gira en la entrada de una casa y se queda delante de una valla de barrotes grises bien pintados.

No se molesta en llamar al timbre. La valla se abre al instante.

Y mi cara palidece al ver la casa ricachona que viene después.

¿Cómo es posible que...?

Lo nota enseguida, y en vez de dar explicaciones, solo se limita a sonreírme.

La casa es gigante, hecha a base de mármol y piedra pulida. El camino hacia la entrada desde el coche es césped recién cortado con piedras alisadas y arbustos de jazmín. Me pregunto por qué diablos nunca mencionó nada de esto, pero después recuerdo que yo jamás le pregunté detalles sobre su familia o la casa donde se había criado y me siento un poco culpable.

—Tiene que ser una broma...—mascullo de todas formas a la puerta doble y grande, con la parte superior de vidrio que tenemos en frente.

—Te dije que mi madre es radióloga y mi padre decano.

—¡Pero jamás me dijiste qué eras millonario!

—En teoría, no tenemos un yate o un coche de lujo para ser considerados de esa clase—contesta, sin ánimos de alardear.

—Ya, pero de seguro si tienes casa de verano. —blanque los ojos, todavía extasiada— Y una gigante.

—De hecho, dos—admite, con esa sonrisa ladina que me saca más veces de mis casillas de lo que me gustaría creer.

—Te mataré cuando salgamos.

No me deja terminar de replicar, pues coloca su mano en mi cintura empujándome al momento que el sensor de la puerta hace que esta se abra. En el interior, el ambiente huele a comida recién hecha, cosa que me hace rugir las entrañas. El vestíbulo es gigante, con varios sillones y estanterías, cosa que ahora ya no me sorprende tanto al ver la estabilidad económica que ha ocultado. Casi todas las paredes son ventanas que dan al jardín trasero donde visualizo una cochera más grande que mi departamento y una alberca cerrada.

—¡Kinoto! —lo escucho exclamar tras mis espaldas.

De una puerta de cristalería blanca que da al jardín, entra un perro gigante, danés, de pelaje blanco a manchas.

El animal de orejas todavía más grandes que sus patas, se abalanza sobre este llenándole de baba. Reed le abraza con cariño y sacude su cabeza para luego presentármelo.

Tantas veces tu nombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora