Cimientos.

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Pulsaciones. La habitación estaba oscura y sumida en un tormentoso frenesí de gritos ahogados y agitados latidos, casi tan violentos como una locomotora. La ventana gótica reflejaba convexamente un sombrío panorama de árboles bailando.
El piso estaba frío, podía sentir mi cuerpo temblar, aquello era bizarro, una mancha sangrienta lustrando mis zapatos cruzaba en pequeños puntitos la habitación. Gotitas de dolor. Así definí la muerte del que yacía junto a mí.
Sí, estaba muerto. Retrocediendo un poco, se puede apreciar una lúgubre tormenta que arreciaba Londres, en un día donde se expandía la noticia de la caída de Roma. Las ventanas ataviadas de golondrinas que no tenían dónde emigrar y de confusas gotas de lluvia. Era el triste presagio de muerte. Este hombre debió darse por enterado cuando sus ojos despertaron del sueño. Sus pupilas saltaban hacía mí, confundidos sus ojos me buscaban, en la difusa niebla que es la muerte.
Si yo definiera a la muerte, sería admitir plenamente que está enamorada de la tristeza, si personificaramos a aquellas ya mencionadas entidades abstractas, están en todo caso ligadas y se llevan de las manos. —¡Y no es que yo supiera mucho sobre la muerte!—. Solo me jacto en su concreta plenitud. Porque la muerte aparece cuando quiere ver despertar a su amante. Pensando, llanamente, en estas cuestiones, me pregunto de forma vaga, y muy lúgubre por cierto, que se sentiría morir. ¿Cómo habrá muerto James Poppins? Y comienzo a caer de cuenta que sí él había abandonado a una criatura en el infierno, merecía morir. ¡Vil condenado a muerte, tú cavaste tu propia tumba!
Sordo. El eco de mi pensamiento me llegaba débil y casi con un disipado trémulo susurro. Me gustaría dejar flores en su tumba, algún día. ¡Yo era la condenada! ¡Atada a falsas penumbras pasadas, éstos fantasmas de la muerte me persiguen de día y de noche! No piensan dejarme descansar. Me sobresalté, cuando la silueta baja y sombreada me miraba. Sabía que era un animal, pero no precisamente cuál.

—Volvemos a vernos —se escuchó entre la niebla. Era una voz tan aguda y chillona que me costó comprender sus palabras—. ¿No dices nada?

—Aparece, minino.

En efecto, era el gato. Tan arisco como siempre, se fue a posar sobre el diván. Su elegante figura se meneaba entre sombras reflejadas en las paredes.

—¿Qué buscas, Gerard?

—Te busco a ti, chiquilla. Y dime, ¿cómo terminó muerto?

—No estoy segura.

—Oh. No lo sabes —concretó el gato. Se apresuró a lamerse las patas, mirándome con sus ojos de finas retinas amarillas—. Culpable.

—Yo no...

—Shh, querida, o alguien escuchará. Las paredes leen los labios.

—Yo no lo maté —insistí.

—Te creo.

No dijo nada más. A pesar de que sus ojos daban con los míos cada tanto, sin saber donde posar la mirada, intimidado por la presencia del otro. Se sintió escrutado y ofendido cuando no aparté la mirada. Era un animal muy extraño. Comúnmente, los felinos tendrían los ojos vagos y perdidos de colores denotados entre verde y amarillo, su pelaje sería suave y liso, sin embargo, el gato tenía una mirada escrupulosa y atenta y los ojos más puros y amarillos, su pelo era rebelde.

—Gato —dije, pero el me hizo seña de que callara.

—Dime Gerard. Después de todo, ese es mi nombre.

—Gerard —corregí—. ¿Por qué, si eres un gato, no eres igual a ellos?

—¿A qué te refieres?

—Tú eres... distinto.

—Levemente —completó.

—Tu tienes el pelo hirsuto.

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⏰ Última actualización: Sep 21, 2018 ⏰

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