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Las bombas suenan. Los gritos alarman hasta que se quedan sin sonido. Es casi como una sinfonía; un estruendo del estallido de una bomba tras otro, los gritos agonizantes de las personas que se unen en melodía, los cientos de pasos apresurados en la superficie, llanto de madres y niños... Todos se unen creando una sanguinaria obra de arte. La guerra dejó de ser un juego desde que los niños no usaron más sus manos como armas, sino que en éstas sostenían unas reales, siendo ya, hombres "preparados". Sin embargo, nadie nunca está preparado para la guerra. Es como una catástrofe natural, por cada simulacro, cada entrenamiento, el miedo se apodera del cuerpo en una situación de peligro.
El búnker en donde me encontraba estaba lleno de un silencio pesado, no se espera que nadie bromee en una situación como esta. Pude notar que el niño más joven tendría al rededor de cuatro años, y el más anciano, unos sesenta.
La guerra no perdona a nadie; niños, adultos, ancianos, mujeres y hombres. Todos se ven involucrados por el odio y egoísmo de un único ser. ¿Por qué pagar tantos, por el capricho de uno? Cuando fue posible unirnos, no lo hicimos, o lo hicimos mal. Todo comenzó como un partido político comprometedor, conforme pasaban los años la economía decaía y la inseguridad incrementaba. Los estantes de los hogares empezaron a decaer, la educación y la alegría. A estas alturas de la historia aún me sorprende escuchar a personas que validan las decisiones de su gobernante. Me entristece no haber conocido otra situación a demás de esta. Nací, crecí y viví bajo las rejas del gobernante. Cuando era niña, solía sentarme a pies de la mecedora del abuelo, relatándome historias de su juventud y de la economía sustentable.

—¡Luisana! —giré la cabeza con las cejas levantadas —. Muevete, las bombas cesaron... No por mucho — le escuché susurrar.

Me levanté de prisa y ayudé a cargar a Carlo. Subidas las escaleras aparecimos en la superficie, las personas corrían desesperadas, el denso humo impregnaba el aire y casi no me dejaba respirar. Junto a mi madre nos apresuramos en llegar a casa del Sr. Rodrigo, había conocido a mi abuelo y visto crecer a mi padre, además de que fue gran sustento y apoyo desde que éste había sido reclutado y llevado a los campos. Hacía ya tres años sin saber de él. Aunque no hacía falta saber lo que ya sabíamos.
Mi madre entró por el portal y se quitó el pañuelo que traía cubriéndole la boca y nariz, tomó a Carlo entre sus brazos y lo apretó. Yo, mientras tanto, cerré la puerta y armé un refuerzo apoyando un librero detrás.

—¿Todos bien? —interrogó el mayor con un gesto de manos mientras mi madre se limitó a asistir con la cabeza —. Santo Dios... Nunca, en mis tantos años, vi una situación como estas en el país. Creo que mi destino es morir en guerra, fueron las mismas causas por las que salí de España.

Me senté en un mueble cubierto de hollín junto a una ventana entrelazada por tablas (por seguridad), logré encontrar un ángulo que me permitía observar el exterior, era un paisaje gris, tenue, moribundo y trágico. Sentí el peso del cuerpo de mi madre, me rodeaba la cabeza con sus brazos y posaba su mejilla contra mi cuero cabelludo, cayó una lágrima en mi frente y creí escuchar un minúsculo sollozo. La comprendía, por el cielo que sí: una madre con dos hijos y un difunto esposo en épocas de guerra, corriendo por salvar a su familia— o lo que quedaba de ella—, dejando de comer por dar pan a sus hijos, llorando en silencio por las noches y teniendo un semblante firme por el día, tratando de sacar a sus hijos de un infierno ella sola. Era desgarrador.

—Antonia, ten, logré conseguir algunas caídas del cielo— extendió en sus manos tres latas de sopa de tomate. Se les decía caídas del cielo a cualquier provisión que lanzara los aviones oficiales, como si de un milagro se tratase.

Ella se pasó la manga del suéter por el ojo y exclamó: —Muchísimas gracias, Sr. Roberto, la verdad no sé qué sería de mí ni de mis hijos sin usted.

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⏰ Última actualización: Mar 20, 2018 ⏰

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