María Luisa

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¿Cómo describir a la archiduquesa María Luisa de Austria? A sus diecinueve años, el secretario de Napoleón la describía así: "Estaba en todo el esplendor de su juventud. Su cabello castaño claro, fino y abundante, enmarcaba un rostro fresco y pleno en el que unos ojos llenos de dulzura mostraban una expresión encantadora".

Aquella preciada joya de la corona austríaca era el hábil remate que Napoleón se disponía a asestar a los Habsburgo. Metternich se retiró de la iglesia, prometiendo llevar la propuesta hasta el emperador y comunicarle su respuesta cuanto antes.

Klemens no era ningún tonto. Detrás de la arrogante pero vacía fachada de Fouché, podía ver la mano del otro diplomático, aquél al que apodaban el "diablo cojo".

El emperador de todos los franceses estaba casado con Josefina de Beauharnais a quien había coronado personalmente. Lamentablemente, si bien se amaban con locura, la emperatriz no había podido cumplir su rol de esposa y el trono francés carecía de heredero. La amante del emperador, María Welawska, le había dado un hijo pero todo bastardo era heredero ilegítimo.

El casamiento de Napoleón con la hija del emperador Habsburgo era sumamente conveniente. No sólo podría darle un heredero sino que, al estar ligado a una de las casas reinantes más antiguas, sería un signo de legitimidad. Además, eso equivalía a una alianza militar obligatoria por lo cual los ejércitos austríacos pasarían a engrosar a los ejércitos franceses.

Pero el casamiento podía servirle a la casa de Austria también. Una idea rondaba en la cabeza de Metternich desde que abandonó la iglesia de San Esteban. La Alianza con Francia le daría un respiro al país para reorganizarse, reunir sus ejércitos y, cuando todo estuviera listo, atacar. Las chances de que el plan funcionara eran mínimas pero era la única opción.


-¡No! -exclamó Francisco I de Austria- María Luisa... Jamás.

Metternich estaba asombrado de lo rápido que el emperador había aceptado las cláusulas territoriales pero, por supuesto, se esperaba una gran resistencia de un padre a entregarle al terror de Europa a su hija. Debía reconocer que la idea de María Luisa compartiendo la cama con quien había humillado al Imperio en cinco ocasiones no era la mejor situación del mundo, para el padre humillado.

-Lo siento, Emperador- dijo con un hilo de voz Metternich- Pero Napoleón se ha mostrado obstinado en conseguir una esposa que le brinde un hijo al trono francés. De entre todas las opciones, María Luisa es la que más le conviene. A menos, claro, que su Alteza prefiera ver a la hija del emperador ruso desposada...

Por los ojos de Francisco I asomó la fantasía del Imperio Ruso y el Francés unidos por ambos lados contra Austria. El zar no lo permitiría... ¿O sí?

-Klemens, debes entender, es mi hija, mi adorada María Luisa, no puedo sacrificarla a la razón de estado.

El emperador flaqueaba. Metternich debía aprovechar esa ventaja.

-Disculpe, Emperador, pero sacrificar los hijos a la razón de estado ha sido la estrategia de la familia Habsburgo desde sus inicios. Piénselo de la siguiente forma, el matrimonio de su hija con Napoleón aseguraría la paz entre ambas naciones. El francés confiará en Austria y emprenderá la guerra contra el resto de Europa. Mientras tanto, nuestros ejércitos crecerán y, cuando Napoleón flaquee, contraatacamos. Será el fin de la molesta revolución.

Los secretarios del emperador levantaron ligeramente la vista, sorprendidos, y algunos sonrieron. La emperatriz María Luisa (no confundir con la hija en cuestión) admiraba el intercambio entre ambos hombres sin emitir sonido. No era su descendencia la que se estaba vendiendo por lo cual el asunto no le incumbía.

El emperador finalmente dijo:

-Preguntémosle a la archiduquesa.

Metternich se inclinó respetuosamente y mandó a un lacayo a llamar a la archiduquesa. La mujer se presentó en el salón del trono al poco tiempo, completamente ataviada con un sencillo vestido blanco y toda su corte. En pocas palabras, Klemens le explicó la situación y su papel en ella.


La archiduquesa escuchó atentamente, sin mostrar ningún tipo de emoción. Las palabras de su padre fueron vanas y demasiado sentimentales. María Luisa, finalmente, contestó con las exactas palabras:

-"No quiero otra cosa que lo que mi deber me ordena querer. Cuando se trata del interés del Imperio, hay que consultarlo a él, y no a mi voluntad. Pídale a mi padre que obedezca únicamente a sus deberes de soberano y que no los subordine a mi interés personal."

Acto seguido, abandonó la habitación en dirección a su habitación. Francisco se quedó en silencio, pensativo. Metternich comprendió que el silencio era una confirmación de la propuesta y abandonó el edificio con intención de llevar a cabo la firma del tratado.

En Schönbrunn, donde Napoleón había decidido hospedarse, se firmó el tratado del mismo nombre, por lo cual Austria entregaba gran cantidad de territorios así como una joya de la corona austríaca, la archiduquesa. Metternich se negó a asistir a la firma y envió al vencido archiduque Carlos a firmar por él. No quería ver la cara del diablo cojo al firmar el tratado.

María Luisa renunció a sus derechos a la corona y partió al encuentro con Napoleón.

El casamiento se realizó, a la antigua usanza, en la iglesia de los agustinos. Napoleón no asistió a su propio casamiento, en su lugar envió al archiduque Carlos a representarlo. Como nadie conocía la medida del dedo del emperador, doce anillos fueron bendecidos para la unión.

María Luisa, ahora emperatriz de todos los franceses, se despidió de su familia y partió rumbo a París. Napoleón, ya divorciado, sin ningún tipo de paciencia, abandonó París y corrió al encuentro de su nueva esposa, ansioso por consumar el matrimonio y concebir un heredero. El amor no fue lo que unía a la pareja, como sí lo era entre la emperatriz Josefina y Napoleón.


Meses después, Metternich se presentó ante un desconsolado emperador Francisco I.

-Su Majestad, debe cambiar esa cara. Sé que para usted no es lo mejor, es su hija de quien hablamos al fin y al cabo. Pero debe pensar que, a la larga, acercarnos a Francia va a ser más provechoso para nosotros que para ellos.

El emperador miraba por la ventana de la sala del trono, con la mirada perdida.

-Klemens, ¿acaso tienes idea de lo difícil que es dirigir un imperio? Todas las decisiones corren por mi cuenta. De mí depende la felicidad de mis súbditos, sean alemanes, checos, magiares, italianos o croatas. En mis diecisiete años de reinado, he llevado a mi Imperio a cuatro derrotas insuperables... A veces me pregunto si la gracia de Dios está de nuestra parte y si el Imperio, aquél de los gloriosos tiempos de María Teresa, podrá sobrevivir a los tiempos moderno. Francia es el presente, nosotros somos un triste pasado.

-Emperador- lo interrumpió su canciller- Francia planea invadir al Imperio Ruso.

El CongresoWhere stories live. Discover now