La mirona

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            Aquel día de otoño la hojarasca, como un pincel con cada soplido del viento, pintaba el suelo de un color anaranjado. El sol se había escondido tras las nubes que ocupaban todo el cielo tardío. El jardín detrás de la casa había quedado descuidado y la hierba había crecido salvajemente.         

            Estaba cavando un agujero en la tierra para enterrar a Charles, mi gato, que murió atropellado hacía dos días. Tuve que posponer su entierro debido a que su cabeza había salido volando y no quería enterrar lo sin ella. 

            Cuando hube terminado de poner la lápida y cubrir aquel agujero, descansé mis brazos sobre la pala y la vi entre los árboles. La figura de una mujer esbelta, con un vestido rojo como la sangre y un paraguas de damisela. La llaman la mirona. La leyenda dice que viene a presenciar tu muerte, se queda en la lejanía y observa cómo la vida de la gente se termina. Algunos dicen que solo tiene un ojo, otros que su cara está horriblemente desfigurada. También se dice que en algunos casos es ella la que termina el trabajo. 

            La sangre que fluía en mis venas se heló y me quedé aturdido. No logre ver su rostro, la distancia me lo impedía. Supuse que mi mente me estaba jugando una mala pasada así que me froté los ojos y volví a mirar. Ella seguía estando ahí y pude apreciar que el semblante de aquella mujer sonreía ligeramente, complacida por mi incredulidad. 

            De pronto comenzó a caminar hacia mí. Su pelo negro como las plumas de cuervo caía sobre sus hombros cual cascadas de suciedad y podredumbre. Noté como comenzaba a faltar me el aire y un agotamiento súbito me hizo querer cerrar los ojos y dormir ahí mismo, sobre la tumba de Charles. 

            Las primeras gotas de lluvia, que cayeron sobre mi cara, me sacaron del trance y entré dentro de la casa. Aparté la cortina y miré por la ventana hacia el jardín. No había nada. Parecía que se había marchado. Me intenté calmar y busqué a mi mujer por la casa. Había una gruesa capa de polvo encima de los muebles y telarañas en las esquinas de las habitaciones. Mi mujer no había vuelto aún. A veces se quedaba en el bar después de trabajar, bebiendo copas de whisky barato en compañía de moteros que van y vienen de la ciudad en sus Harley Davidson. No la culpo, hace tiempo que nuestra relación no funciona. Abrí la puerta del comedor y una brisa de aire frío recorrió mi cuerpo. Ella estaba ahí, su cara era con creces peor de lo que las historias contaban.

            —Es hora —dijo una boca que se abrió en el lugar donde se supone que debería ir su ojo derecho.

             Yo no pude mascullar ni una palabra, me quedé totalmente paralizado.                                                    —Lee la lápida.

            De pronto estábamos delante de aquella lápida que había puesto en el jardín hace un momento.

            Charles Newman 1989-2017. No habían pasado dos días, si no dos años. Ahora lo recordaba, había sido atropellado por un conductor borracho una noche de septiembre cuando volvía del trabajo.

            —Tengo que llevarme tu alma —su áspera voz me sobresaltó.

            —No puedes, no debo dejar a mi mujer así —repliqué.

—Ya es tarde para inquietarse por eso, la dejaste hace mucho tiempo y es hora de que lo aceptes. 

            Su dedos rozaron mi cara en una caricia gentil y a pesar del aspecto que tuviera la mirona, en aquel momento me pareció lo más hermoso que había visto nunca.

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⏰ Last updated: Mar 30, 2018 ⏰

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La mironaWhere stories live. Discover now