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CAPÍTULO UNO


El pueblo donde crecí tenía tres mil seiscientos cincuenta y cinco habitantes inscritos en el censo del ayuntamiento, aunque estoy bastante seguro de que en realidad éramos muchos menos. De cualquier modo, era poco habitual ver a alguien extranjero vagando por aquellas calles en una comunidad tan pequeña ubicada cerca de la autopista 190 entre Albany y Livingston en Livingston Parish, Louisiana, Estados Unidos.

    Por esa misma razón, la posibilidad de que alguien se hubiera fijado en mí era de lo más remota. Diminuta, como nosotros para las estrellas.

    De haber sido así, de haber pasado justo por mi calle y haber mirado por la ventana de mi habitación en el momento exacto, en aquel lugar tan equivocado, probablemente esa persona hubiera pensado que estaba completa e irremediablemente loco. En mi defensa diré que lo único que debía hacer esa misma persona era preguntar.

    Preguntar qué demonios pasaba. Entonces yo le habría echado toda la culpa a Angus Young y la imposibilidad de no imitarlo cada vez que en mi walkman sonaba su famoso solo de 1981.

    Era épico, era momentáneo, era frenético.

    El sonido de su guitarra entraba en todo mi cuerpo como una explosión y entumecía todos mis sentidos hasta el punto en que me perdía por completo. Tirado en el suelo donde mis brazos, piernas y espalda convulsionaban como si un terremoto estuviera teniendo lugar en el suelo de la habitación, me sentía feliz. Mis ojos marrones permanecían cerrados como los de Angus.

    En momentos así, solo existíamos la música y yo.

    Era una verdadera estrella del rock.

    Para mi desgracia, todo en esta vida tiene un final y aquello no podía ser menos. El magnífico solo de guitarra terminó, aunque la cinta continuó dando vueltas dentro del dichoso aparato de música. Fue en esa pausa silenciosa cuando pude escuchar la fuerte, ronca voz de mi padre gritar desde el piso de abajo:

    —¡HOLDEN!

    Inmediatamente pegué un respingo.

    Tardé menos de medio segundo en tirar el walkman sobre la cama y dirigirme hacia la puerta. Mi viaje por las escaleras fue rápido y caótico, con mis pies pisándose entre ellos y chocando contra todos los escalones impares, haciendo un ruido estrepitoso en la bajada.

    El buen hombre me esperaba junto a la puerta de la casa. Estaba abierta. Hacía un par de días que había decidido dejarse crecer la barba.

    —Vas a llegar tarde —me dijo, en un tono suave pero firme—. Aquí tienes, un poco de dinero por si quieres comprar algo. Recuerda saludar a Bessie, ya sabes que siempre se lleva una alegría al ver cuánto has crecido.

    —Lo haré. Gracias.

    Sus finos labios se torcieron en un indicio de sonrisa.

    —Y lleva a Calcetines contigo. Siempre disfruta observando los tractores.

    Calcetines era una mezcla entre un labrador y un perro callejero. Fue Alex quien eligió el nombre, porque era una de las pocas palabras que sabía decir cuando nuestro padre llegó a casa, hace muchos años ya, con un cachorro negro envuelto en un jersey viejo y lleno de agujeros. Dijo que lo había encontrado cerca de las vías, y que era el único superviviente de la camada.

    Ahora Alex no estaba.

    Me aseguré de coger todo lo que necesitaba: llaves, cartera, correa, perro. Entonces crucé la puerta y, una vez fuera, en el porche, me giré para despedirme de mi padre.

Gaslight GirlDonde viven las historias. Descúbrelo ahora