Habíame despertado en mitad de la noche, tenía frío, el silencio reinaba. La oscuridad era total, podía ver todos esos puntitos que se dibujan a la vista cuando estamos completamente a oscuras. No sabía qué me había despertado, solo sabía que hace unos momentos estaba dormido y ahora ya no. Tal vez había sido una idea que se había empezado a formar en mi interior mientras dormía la que me había despertado, por causa de ser esta demasiado inquietante para dejarme dormir, y el sueño no había cumplido su función de preservar el descanso. Tal vez había sido algo externo, un ruido que se hizo escuchar en la noche profunda, que dormido oí, pero que cesó antes que despertara. Tal vez había sido el mismo frío de invierno lo que me había sacado del descanso. Sea lo que fuere, me había arruinado ya un poco la noche.
Me arrebujé con la cobija y me dispuse a continuar durmiendo, pero me di cuenta que necesitaba ir al baño. Traté de ignorar la sensación de urgencia, esperando que conforme me fuera adormeciendo se disipara, pero se hacía más y más insistente. Maldije lo que sea que me hubiera despertado y me senté, buscando con los pies los guaraches. Y en eso estaba cuando una idea de antaño vino y se instaló en mi cabeza, idea que yo imaginé que ya había dejado bien atrás, que había superado y había quedado en los antiguos días de infancia. Pero aunque pensé haberla enterrado, ahí estaba, vuelta a la vida, resucitada. Así, el miedo empezó a punzarme en el alma, pues no era otra idea que la de que, de alguna manera, podía, una mano misteriosa, perteneciente a un ser de los que habitan en la oscuridad, asirme del tobillo para acto seguido... Y la idea era completamente irracional, me lo decía yo a mí mismo, trataba de combatirla con la lógica, pero el poder de aquella era algo que estaba por encima de la razón, apoyado por fuerzas extrañas que casi uno podría colocar fuera de la propia vida anímica.
Me quedé quieto, sentado en la oscuridad, en medio del frío que, por alguna razón, sentía más intenso. Si hubieran sido días como los de antes, si hubiera sido yo más niño, habría corrido hacia el apagador y en seguida lo hubiera presionado para poder estar bajo el protector manto de la luz que irradiaría el foco del techo, y estaría así seguro, aislado de la noche que no podría tocarme, aislado de las criaturas que en ella y solo en ella, porque les es vedado el acceso a la luz, habitan. Pero no era así, no era ya un niño, era yo un adulto y tenía que actuar como tal, se habían acabado los días de correr hacía el apagador; era todo esto una simple confusión, esa idea que se había hecho paso en mi mente se le había olvidado que ya no era un niño, que su tiempo había expirado. Eso era todo, nada de que preocuparse. Entonces pues, me quede sentado un poco más, ya había encontrado el calzado, pero quería darle una lección a la intrusa, a la anacrónica idea de mi cabeza.
Me levante al cabo, anduve unos pasos, abrí la puerta y, haciendo alarde de valentía para mí mismo, no accioné el interruptor. Salí de mi habitación y fui hasta el baño, donde sí que prendí la luz. Después de la travesía nocturna regresé a mi cuarto, me metí dentro y cerré la puerta, pero no bien la hube cerrado esa inquietud, que me era familiar y detestable, volvió. Y ahora un nuevo pensamiento se me presentaba a la conciencia: la idea de que «algo» había tenido acceso a mi habitación al yo abrir la puerta y que ahora estaba encerrado con ese «algo». Tuve el súbito impulso de abrir la puerta y salir de ahí, impulso que contuve como antes contuviera el de encender la luz. No saldría, no tocaría el apagador. ¿Quién se creían que era todas esas ideas y fantasías que se me presentaban? Yo podía con el miedo, no era ya un niño, sino un adulto. Di unos pasos vacilantes, por más que intentara darles firmeza. Me di cuenta que podía escuchar mi corazón, me gritaba «¡corre, enciende la luz, sal!». A tientas encontré la cama y me senté. Me daba miedo acostarme, me daba miedo permanecer sentado, si algo había entrado en mi cuarto, de seguro estaba deleitándose en esos momentos, deleitándose por lograr infundirme miedo, tal vez deleitándose al ver que yo no salía, que me ponía, ignorante, tan fácil a su alcance. ¡Dios mío! Tal vez esperaba que me durmiera. Y si tal cosa estaba ahí, ¿no sería prudente salir? ¿No sería prudente encender la luz y cerciorarse de que nada hay de una tal cosa? No, no iba a ser así, así no eran las cosas. Superaría el miedo, me acostaría, dormiría y amanecida la mañana me despertaría y seguiría con mi vida, porque nada estaba ahí, porque nada estaba esperando que me durmiera.
Me acosté en el acto y me arropé. Pero pasaban los minutos y el sueño huía de mí y en cambio me mandaba la ansiedad. Cerré los ojos y no pudiendo aguantar el mantenerlos cerrados los abrí. ¿Estaría así toda la noche? ¿Cuánto faltaba para que amaneciera? Y lo que era más importante, ¿qué me había despertado? No podía más, me sentía indefenso. Invoqué el nombre de Dios en mi desesperación, había escuchado que los demonios corren y huyen tan solo de escuchar su nombre. Pero no me sentía más protegido. Y en medio de la noche silenciosa empecé a recordar todas esas historias de fantasmas, todos esos cuentos de terror que gustaba de leer. Y casi podía jurar que un cambio se había operado en la habitación, el silencio no era el mismo, era ahora un silencio profundo, denso, artificial; el frío era más intenso, insoportable, inquietante. Quise hablar, tal vez escuchar mi voz me ayudaría a calmarme, intenté pronunciar unas palabras, pero callé, ¿y si me respondían? Quería tomar agua, tenía la boca y garganta secas, pero al sacar el brazo de debajo de la cobija y extenderlo, presentí que era eso justo lo que «aquello» esperaba, lo metí rápidamente dentro de la cobija y continué esperando. Ahora sí que prendería la luz, pero ya era demasiado tarde, si había entrado «algo» en mi habitación, al levantarme y salir de la cama, actuaría, se abalanzaría sobre mí, no llegaría yo a prender la luz. Qué terrible situación, si la hubiera encendido cuando tuve oportunidad, si hubiera salido de la habitación cuando recién entré, pero ya no era posible nada de eso. Toda mi esperanza estaba puesta en la salida del sol, tenía que salir en algún momento y esa cosa que estaba ahí conmigo tendría que irse. Pero ¿cuánto faltaba para la aurora? ¿No actuaría antes ese «algo», a pesar de yo no levantarme? No, no lo haría, no actuaría, no haría nada. ¿Y si me dormía? No, no debía dormirme, tenía que quedarme despierto, escuchando, atento, hasta que el sol saliera, no podía ser de otra manera.
Así permanecí, en vela, atento. Esa cosa sabía que estaba despierto y ya sabía también que yo estaba enterado de su presencia, y disfrutaba eso del maquiavélico juego, yo por un lado, inmóvil en mi cama, esperando, y eso por el otro, igualmente esperando, al acecho. Pero no hube yo de dormirme ni de moverme, sino que estuve ahí postrado hasta que los rayos cálidos del sol empezaron a entrar por la ventana, entre las persianas.
Ya siendo de día, ya habiendo luz dentro de mi habitación, me atreví a moverme y me senté. Ahora con la luz que iluminaba la habitación, y como si iluminara mi mente también, no me lo podía creer, ¿cómo había sido tan idiota, tan infantil? No moverme en toda la noche ni dormir, fue eso una tontería. ¿En qué estaba pensando? No había pensado, eso era. No me lo podía creer. Qué ridículo me había comportado. Si alguien llegara a enterarse de todo esto... pero nadie se enteraría. Me levanté, me encaminé hacia la puerta y la iba a abrir, pero ya lo estaba. La miré incrédulo, tratando de recordar. ¿No la había cerrado? Juraría que lo había hecho, lo juraría.
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en la noche
HorrorEse momento en que uno se despierta en medio de la madrugada y la imaginación vuela y la oscuridad luce a amenazadora.