Parte única

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REDIMIR LA MALDICIÓN

La amabilidad en la soledad puede ser un detonante peligroso.

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Las llamas cubrieron la montaña en un soplo. Los gritos de las mujeres y niños no eran más que vacío en la soledad del lugar. No había manera de apagar las llamas por más que todos los hombres y adolescentes carguen agua desde el río en cubetas. Los cultivos se perdieron... Los animales se perdieron... Muchas vidas les siguieron...

Luego del gran desastre en aquella comarca, los pocos infelices que sobrevivieron se enfrentaron a una pesadilla; el hambre. Los poblados más cercanos (dejando de lado los kilómetros que se debían recorrer para encontrarlos) no permitieron que extraños ingresaran al sistema ya regido por las mismas; menos aún si la época de sequía había iniciado en el país. La comida no podía regalarse, ni siquiera se podía dar de pago a base de trabajo. Los sobrevivientes sólo tenían un camino; la dolorosa muerte por inanición.

Entre las podridas calles del lugar una mujer deambulaba sostenida por el palo de una lanza, cuya punta de acero corroído por el óxido brillaba tenue entre la negrura del ambiente provocado por las nubes que aseguraban un torrencial. Jadeaba. La piel estaba casi en los huesos. Hace varios días que las lagartijas y roedores ya no se aparecían en el camino. El viento cantaba con dolor entre las roídas casas que se sostenían por palos calcinados y negros. El aroma a sangre ya no se percibía porque la podredumbre de los cadáveres era asfixiante.

¡Agh!

Encorvó el cuerpo hacia adelante y agarró su abultado vientre.

Las contracciones la tomaron desprevenida en plena noche. Miró a su alrededor en busca de un refugio y nada mejor que una vieja capilla. Posiblemente la misma en la que vendió su alma por comida, pero era imposible recordar algo con la mente llena de pensamientos de dolor y hambre.

¡AHH!

Se arrastró hasta la parte más profunda, donde una vez existió una figura portentosa de uno de los Dioses. Tomó asiento a la base de una estatua a medias y se quitó la manta que la cubría del frío para colocarla bajo su cuerpo donde, dentro de poco, estaría su bebé. La lanza se le escapó de las manos creando un sonido seco en el asfalto lleno de ceniza. Con las piernas abiertas, la manta bajo sus partes íntimas y las manos aferradas a lo primero que agarró, la mujer comenzó a pujar con toda la fuerza que todavía le quedaba en aquel saco de huesos que una vez fue un cuerpo esbelto.

El llanto suave llegó una vez la doceava contracción la hizo gritar.

El bebé tenía la piel blanca, casi tan blanca como la luna y pequeñas motas de cabello negro hacían juego con el ambiente.

No podía dejarlo en el suelo, pero apenas y conseguía respirar.

¿Eh?

Con un esfuerzo, que se consideraría sobrehumano, levantó la cabeza hacia la puerta y descubrió las fieras mandíbulas de un lobo cuya saliva rodaba hasta el suelo creando destellos como las de las estrellas.

Las garras del lobo resonaron en la soledad el edificio al igual que el sonido gutural de su gruñido que indicaba muerte para ambos.

Tanteó el suelo a su derecha y sujetó la lanza. Su mano izquierda se encargó de agarrar al bullicioso niño para acercarlo a su pecho y con los ojos cerrados dejó caer la punta oxidada de la flecha hacia adelante.

REDIMIR LA MALDICIÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora