Me despierto todos los días a la misma hora, 5:30 a.m., tonteo con mi teléfono un poco, lo dejo a un lado de la almohada e inicio mi día. Voy al baño, cepillo mis dientes, tomo una ducha, me observo en el espejo y salgo a mi habitación a elegir qué usaré ese día. Luego de vestirme, peinarme y maquillarme un poco voy directo a desayunar junto a mi madre, luego a tomar el autobús al trabajo. Así es mi vida, vulgarmente común, sin cambios.
Es un largo y empinado camino entre veredas el que tengo que andar para llegar a la parada, en la entrada de una de las casuchas está el mismo grupito de antisociales acabando otra de sus fiestas, sumidos en alcohol y quizás una que otra droga; son mis vecinos de toda la vida y en este viejo barrio todos nos conocemos las caras, así que paso sin miedo, incluso les brindo una sonrisa amable de buenos días y sigo hasta llegar a mi destino. Llego a mi trabajo de 8 a.m. a 5 p.m., salgo directo al gimnasio y vuelvo a tomar el autobús que me deja frente a la entrada del viejo barrio donde he sido criada.
Con veintiún años es común detenerse de vez en cuando a escuchar historias de tus contemporáneos, por lo que ya había oído en contadas ocasiones sobre la única casa abandonada desde hace años, al final del barrio, donde cosas extrañas suceden cada noche pero nadie sabe con exactitud qué pasa. Una nueva versión llega a mis oídos con instrucciones precisas y capta mi atención: Primero debes estar en buscar de algo –No seas muy codicioso o serás maldito-. Para encontrar lo anhelado se debe esperar el punto donde la noche es más oscura, cuando la luna baña los techos de las casas y las sombras cubren las veredas; Se puede ir sólo o en compañía, pero nunca más de tres personas, lo que hay en esa casa no es especialmente receptivo a grupos grandes; Debes entrar en silencio, mostrar seguridad, nunca manifiestes miedo en ningún momento; No preguntes si hay alguien, allí estará; No se te ocurra llevar tu teléfono o cualquier otro aparato electrónico, esto le pone de malas pulgas y por sobre todo ubícate justamente bajo el rayo de luna que se cuela por el techo, donde tú puedas ser visto, no le gusta que le vean así que baja siempre tu mirada y bajo ningún motivo cierres tus ojos si no es sólo para pestañear, no hagas gesto alguno con tu rostro.Enciende un cigarrillo, ofrécele uno. Si eres chica ofrécele fuego, si eres chico deja que se las arregle. Deberás salir de allí antes de que se consuma, ese será el indicador del tiempo que durará su conversación.
Di claramente y en pocas palabras lo que buscas, no hables de más ni formules pregunta alguna, él será el único que las realice. Si está dispuesto a ayudarte te pedirá algo a cambio –La ley del dar y recibir-, en ese momento te dará un periodo de tiempo hasta su próxima aparición con lo prometido, justo esa será la señal para que te retires. Sal sin despedirte.
Nunca lo olvides, sólo tienes un cigarrillo de tiempo.
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Mi curiosidad nunca ha sido limitada, al escuchar aquellas instrucciones mi escepticismo se avivó y me determiné a seguir todos los pasos esa misma noche.
Nunca he sido alguien de muchos amigos y particularmente cualquier compañía se me hubiese hecho incomoda, así que me aventuré sola siguiendo cada detalle al pie de la letra.
Al entrar a la casucha sin puerta el frio era insoportable y despertó dentro de mí el instinto de irme, pero antes de hacer cualquier cosa una fantasmal voz cavernosa preguntó entre las sombras "¿Qué estás buscando?", esa fue la señal de que ya no había vuelta atrás, con sólo pasar había invocado algo para lo que no estaba preparada.
Me acerqué a la luz e inmediatamente saqué de mi bolsillo dos cigarros y un encendedor, coloqué uno en mis labios y antes de que el fuego tocara la punta un frío recorrió mi espalda, sentí una fuerte respiración en mi oído y escuché con claridad la voz diciendo en tono de advertencia: "No eres fumadora, no lo enciendas", atónita lo retiré de mi boca y, por reflejo, levante los cigarrillos frente a mi ofreciéndole ambos, manteniendo siempre la mirada baja.