Son las 6:30 de la mañana y me acabo de despertar. Odio madrugar para volver al lugar en el que, en los últimos tres meses, había vivido una de las peores experiencias de mi vida. El infierno de todo adolescente, el instituto, y ese infierno es más inaguantable cuando estás estudiando segundo de bachillerato. Las vacaciones de Navidad han terminado y no cuento con otra opción, tengo que volver a ver las caras a todas esas personas que han hecho que el principio de mi último curso académico haya sido una pesadilla. ¿Cómo puede ser que existan personas, a punto de cumplir la mayoría de edad, que no acepten que el amor entre dos chicas es algo natural?
Ya eran las 7:30, es increíble que aún no he asimilado que, si pongo la alarma a una determinada hora, es para prepararme con antelación y no llegar tarde, cosa que ya es habitual en mí. Tenía media hora para ponerme cualquier cosa que pille en el armario, desayunar, cepillarme los dientes y coger la bici para que el profesor de biología no me cierre la puerta en la cara. Ah, claro, no había contado que vivo a veinticinco minutos de mi instituto, iba a ser una tarea complicada cumplir estos pasos.
Las 8:10, corro por el pasillo, hasta la última clase a la derecha, y, sorpresa, está cerrada. Saco fuerzas de alguna parte de mi cuerpo y toco la puerta. Al abrir veo que hay un nuevo profesor, este me sonríe y me invita a que pase. Acostumbrada a tener que bajar a secretaría para dar parte de mi tardanza a todas las clases, me sorprendo y sin saludar me dirijo a mi asiento en la última fila pegada a la ventana. Como es natural, cada vez que paso al lado de algún compañero, oigo sus risas y siento sus miradas clavadas en mí. Pero eso no es todo, al mirar hacia mi sitio veo a una chica que se encontraba sentada en el y haciendo una de las cosas que más odio en el mundo, masticando chicle. No me queda otra que aguantar toda la rabia que estoy sintiendo y sentarme en el sitio de al lado, ya que el capullo de Ángel se había ido a estudiar a otro país este trimestre, y menos mal, porque discutía con él cada media hora.
Son las 10:00 y, por fin, es la hora del recreo. Por cierto, me llamo Noora, que me olvidé de presentarme. Como era habitual, me senté en las escaleras, enfrente de la cafetería. Desde ahí podía ver todas las cosas que ocurrían a lo largo del descanso. Pero por primera vez, mi vista solo tenía un objetivo, estaba viendo a la chica que, hacía ya casi dos horas, me había robado el sitio y no había sido capaz ni de mirarme a la cara. Bueno... al igual que yo a ella. Era demasiado guapa, alta, vestía con un chándal que ya me gustaría llevar a mí así de bien, tenía una sonrisa preciosa y unos labios casi perfectos. Se sentó en una de las mesas de la cafetería, se colocó los auriculares y empezó a leer un libro que tenía el grosor de todo el temario del curso mínimo. En ese momento, sentí que mi cuerpo se empezó a levantar y, en cuestión de 10 segundos, me había sentado en la silla que había a su lado.
Eran las 10:05 y estaba al lado de una chica a la que no conocía de nada y que me estaba mirando con cara de no entender nada. Me presenté y ella hizo lo mismo, se llama Sarah, es inglesa, pero habla perfectamente español. Sentía que me miraba de manera especial, no hacía falta que habláramos mucho porque las dos sentíamos lo mismo, y es que estábamos muy cómodas sin decir palabra. Parecía que en ese momento lo que teníamos alrededor había desaparecido y solo estábamos ella y yo, una enfrente a la otra, mirándonos a los ojos. Era como si hubiera encontrado la luz en aquel infierno. Después de haber estado tres meses sintiéndome presionada al estar en aquel lugar y con esas personas, por primera vez me sentía a gusto.
Eran las 10:10 y, de un momento a otro, me encontraba dándome un beso con la chica que tenía enfrente. Algo surrealista, ya que no la conocía de nada, pero sentía como si hubiera estado con ella muchos años. Sus labios eran muy gruesos y no podía parar de saborearlos. Pero esa sensación y esa buena armonía acabó de un momento a otro.
El reloj marcaba las 10:15 cuando salí de la burbuja en la que me encontraba al sentirme observada. Efectivamente, gran parte de mi clase me estaba señalando en ese mismo instante y riéndose de una forma cruel. No entendía nada, no estaba haciendo daño a nadie, ni molestando, pero parecía que los malos momentos del primer trimestre no habían acabado, tras varios meses seguían juzgando que fuera lesbiana y que no tuviera miedo a mostrarlo. Quedaban pocos minutos para que la sirena sonora y tuviéramos que volver a entrar a clase, pero no iba a permitir que estas cosas me siguieran ocurriendo. Entonces me levanté, me acerqué al grupito que continuaba burlándose y les dije: "No me importan vuestras risas, vuestras humillaciones y vuestros continuos desprecios. Seguiré luchando, por el amor, por la libertad y la visibilidad, y no pararé nunca de mostrarme como soy, porque el amor es demasiado bonito como para esconderlo en un armario. Y, por si os quedaba duda, no os tengo miedo".
Eran las 10:20 cuando cogí de la mano a la persona que había hecho que la vuelta a clases fuera más amena y había conseguido que me enfrentara a las personas que en tiempos pasados me habían hecho sufrir. No sé si es una locura o no, pero desde ese mismo día empecé a creer que el amor a primera vista sí existe, y cuando las sensaciones al estar cerca de una persona son buenas y tan intensas, hay que dejar fluir los sentimientos y ser libre.
¿Continuará?
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La luz en el infierno
Teen FictionSe trata de un relato corto que cuenta el primer día de una joven de segundo de bachillerato, tras las vacaciones de Navidad, en el que se incorporaba a su instituto. Un lugar que, en los últimos tres meses, se había convertido en un infierno para e...