La rebelde y el guapo

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- Violeta, recoge las mesas -me recuerda Elliot por segunda vez en el día.

Refunfuñé algo en voz baja para que él no pudiera escucharme.

Sí, él era muy mandón y demasiado altanero. Ganas no me faltaban de golpear su bien cuidado rostro pero no podía. Elliot era el hijo del dueño de la cafetería y yo era una simple empleada, así de simple. Era por ello que Elliot se aprovechaba de aquella situación para sacarme de mis casillas sin ninguna dificultad. ¡Y vaya que lo lograba! El tenía un talento especial para ello.

Estaba allí sentado detrás de la caja registradora, con su cara de ángel y aquella actitud petulante que me hacía querer ahorcarle. ¿Cómo podía estar ahí y sentirse el rey del mundo? Ni que la cafetería fuera el lugar más importante del universo para actuar de aquella manera.

- Violeta, ve a recibir a los clientes -me exigió con el rostro inexpresivo.

- ¿Y no quieres una patada en los...? -repliqué.

- ¡Violeta! -me reprende Flor, la otra empleada de la cafetería interrumpiendo mi reclamo. Ella era la cocinera suplente cuando Francisco amanecía con flojera y no iba a trabajar, además de ser lo más parecido a una verdadera hermana mayor-. Un día de estos, te escuchará y entonces, no podré ayudarte.

¿Y qué si me escuchaba? Empezaríamos una de tantas discusiones en la que él ganaría, pero no podría culparla. Era como nuestro árbitro, siempre intentando evitar problemas. Con unos veintitantos años, aunque parecía mucho más mayor, siempre andaba tratando de controlar mi temperamento efusivo, sin tener mucho éxito. ¿Pero qué podía hacer? Esa era mi forma de ser y nadie iba a cambiarme.

- ¿Necesita él estar diciéndome lo que tengo que hacer cada dos segundos? -le pregunto antes de coger la libreta de apuntes del mostrador.

Al parecer, Elliot me escuchó y clavó sus ojos en mí sin decir una sola palabra. Lo fulminé con la mirada y aparté mis ojos. Se me ocurrían miles de maneras de mutilar su cuerpo, arrogante narcisista de la...

- ¿Puedo tomar su orden? -seguí trabajando pretendiendo que Elliot ya estaba enterrado en el patio trasero de mi casa y no frente a la caja registradora observando cada uno de mis movimientos.

Odiaba todo de él. Sus brillantes ojos grises, su cabello castaño siempre alborotado y despeinado, sus perfectas facciones, sus rosados labios esculpidos y su porte serio y engreído. Pero lo que más odiaba de él era la manera en que me trataba. Como si fuera alguien inferior a él. Como si no fuera nadie importante. Las personas así siempre me habían caído mal y yo era de esas chicas a las que les gustaba bajar de las nubes a los chicos como Elliot. Motivo por el cual, el y yo siempre estábamos en guerra.

- ¿Violeta? -me dijo cuando había atendido a los clientes y me acerqué a donde él estaba para pedir la cuenta-, esa cosa horrorosa que llevas en la cabeza... quítatela.

Lo miré. ¿Quien le había dado permiso a él para que opinara de las cosas que me ponía o me dejaba de poner? Sí, yo era una mesera y su empleada pero aquel no era un restaurante. Era una cafetería. Podía ponerme lo que yo quisiera, de manera decente pero lo que quisiera.

Apreté mi mandíbula y me quité de mala gana el gorro gris de lana que solía llevar en mi cabeza casi todo el tiempo a cualquier lugar. Juro que había querido apuñalarlo en ese preciso momento. Odiaba con todas mis fuerzas el hecho de que me dijeran que hacer.

Se rió.

¡Claro! Le encanta el control que ejercía sobre mi. Le fascinaba que obedeciera por el simple hecho de ser su empleada y yo odiaba tener que hacerlo con todo mi ser. Por supuesto, para él yo era un chiste, una comedia y le divertía demasiado ponerme en esas circunstancias. Tenía tantas ganas de matarle que mi aura asesina alertó a Flor de mis intenciones.

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